viernes, mayo 3, 2024
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Tutankamón: a un siglo de su hallazgo

A fines de 2017 emprendí un viaje largo por Medio Oriente. Por el lugar donde había ido a parar y por la edad que entonces tenía, fue de esas experiencias enriquecedoras que cambian por completo la manera en que uno ve el mundo y se ve a sí mismo. Todavía conservo en la memoria muy nítidas las imágenes de aquel cielo cetrino y ese horizonte arenoso que se podían ver desde mi pequeño apartamento, ubicado cerca de la plaza Talaat Harb Square, en la calle Champollion.
Con otras personas de otras nacionalidades latinoamericanas y europeas, un día de esos tomamos un bus a la ciudad de Luxor (antigua Tebas), bien hacia el sur, en las cercanías del Valle de los Reyes, donde hacía 95 años, en noviembre de 1922, el egiptólogo Howard Carter había exhumado una de las mayores reliquias que hoy posee la humanidad: el cuerpo momificado de Tutankamón. Recuerdo que durante el viaje iba leyendo un librito de bolsillo que me había llevado desde La Paz: La cultura egipcia, de John A. Wilson, edición Fondo de Cultura Económica.
Cuando entré en el hipogeo (DRAE: “Bóveda subterránea que en la Antigüedad se usaba para conservar los cadáveres sin quemarlos”) y descendí hasta la última cámara cuyas paredes estaban llenas de inscripciones y pinturas propias de la cultura, pude ver el cuerpo tendido dentro de una urna de vidrio. Lo resguardaba solamente un guardia que parecía no tener mucha consciencia de la importancia de lo que estaba llamado a proteger. El cuerpo seco estaba cubierto con una sábana blanca en cuyos extremos sobresalían la cabeza y los pies. Conservaba la nariz, los labios, los dientes, la fisonomía de los pómulos, y en las extremidades todavía podían verse las uñas. Los rasgos de ese cuerpo se conservaban bien pese a tener casi 3.400 años, y con ellos podía imaginarme el cuerpo vivo de quien fuera aquel rey de la Dinastía XVIII. ¡Lo más maravilloso es que esta momia, junto con otras más, puede ser vista directamente con nuestros ojos!
Cuando aquel cadáver fue descubierto, también fueron descubiertos su ataúd, su ajuar funerario y muchos otros objetos, varios de los cuales fueron llevados luego al Museo Egipcio de El Cairo (fundado en 1902), en el centro de la capital del país. Varios días después de mi visita a la tumba, fui a ver la Máscara funeraria, guardada también en una urna de vidrio, ésta ya no prismática sino cúbica, en la sala más importante de dicho museo, siempre repleto de turistas de todos los lugares, todos los días del año. Aquella tarde me quedé absorto varios minutos viendo ese pesado trozo de oro que simula el rostro del faraón y que, hasta el momento, es la pieza de museo más importante en todo el mundo. Verlo no produce sino un singular ensimismamiento. A mi alrededor, chinos, caucásicos, negros, mestizos, lo veían y pasaban. Pero seguramente yo dispuse mi tiempo en esa pieza mucho más que en las otras, las cuales pueden contarse por decenas de miles…
Un par de meses después, cuando en una tarde de luz anaranjada el uber me llevaba por última vez por una de esas anchas autopistas que rodean la ciudad de las pirámides y me despedía de la metrópoli con la mirada, vi la obra gruesa de una construcción: era el futuro Gran Museo Egipcio, que albergaría la mayor cantidad de piezas arqueológicas del mundo. Hoy este nuevo museo está ya casi listo. El proyecto, que comenzara en 2002 con el lanzamiento de un concurso de arquitectura, está terminado. Y es que cada vez se necesita más y más espacio para resguardar y exponer al público la cantidad ingente de piezas arqueológicas que el subsuelo de ese místico país va revelando. Porque, así como generalmente de lo subterráneo salen el agua, el litio y el petróleo (riquezas materiales), Egipto prodiga al mundo con otro tipo de riquezas que brotan de su seno: historia y conocimiento.
Hoy, a cien años de haberse descubierto la momia del faraón egipcio, y al terminarse ya este 2022, no puedo menos que evocar el recuerdo de ese viaje imborrable de hace un lustro.
La Máscara funeraria y la momia del milenario monarca están hoy en sitios separados. No es mentira cuando digo que, cuando se los ve, ambas poseen una fuerza misteriosa, como magnética. Tampoco lo es que, cuando las descubrieron, luego de que las estudiaran y quizás manipularan, varios arqueólogos y peritos murieron y que esas muertes fueron atribuidas a la tradicional “maldición del faraón”. Aquel día en el Valle de los Reyes, cuando penetramos hasta la tumba misma, y aunque ya sabía esas historias, osé verle la cara al antiguo rey, toda descubierta y sumida en un sueño milenario. Hasta el momento, a Dios gracias, nada me ha pasado.

Ignacio Vera de Rada es profesor universitario.

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