domingo, mayo 18, 2025
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El analfabeto funcional y la ética

Marcelo Miranda Loayza

En el Siglo XVIII, Immanuel Kant, propuso una ética basada en la razón, en la autonomía moral y en el deber universal. Su visión moral exigía que cada individuo actuara de acuerdo a principios racionales que pudieran aplicarse a todos. Pero, ¿qué ocurre cuando la razón cede ante la vehemencia emocional?
La racionalidad, uno de los pilares fundamentales del ser humano, parece haber sido desplazada por emociones cambiantes, impulsos efímeros y discursos superficiales. Este abandono de la razón ha generado una nueva forma de analfabetismo: el funcional.
El analfabeto funcional no es alguien que no sepa leer o escribir, sino alguien que, sabiendo hacerlo, es incapaz de comprender o analizar lo que lee. Es decir, puede leer palabras, pero no sus significados; puede oír discursos, pero no sus implicaciones.
Esta desconexión entre conocimiento y comprensión ha producido una sociedad incapaz de debatir, dialogar o de argumentar sin recurrir a la descalificación o, en casos más graves, a la violencia.
Cuando se pierde la capacidad de pensar con claridad y actuar con principios, la ética desaparece del escenario social. En su lugar, emerge una cultura de impulsos, donde lo inmediato sustituye a lo reflexivo y lo visceral reemplaza a lo moral. La vehemencia, entonces, no es sólo un síntoma, sino una amenaza. Las decisiones ya no se toman con base en el análisis ético o en la búsqueda del bien común, sino por reacciones momentáneas, muchas veces cargadas de ira, frustración o miedo.
En este contexto, la violencia deja de ser una anomalía y se vuelve una forma común de comunicación. Cuando no se puede argumentar, se grita; cuando no se puede persuadir, se golpea; cuando no se comprende, se destruye.
Así, el analfabeto funcional se convierte en víctima y victimario. Incapaz de comprender las reglas éticas que rigen una sociedad, se siente ajeno a ellas y, por tanto, justificado para ignorarlas o transgredirlas. Las causas de este fenómeno son múltiples. La migración masiva, por ejemplo, genera desarraigo cultural; la pérdida de valores en la educación genera confusión moral; el laicismo radical elimina referentes trascendentes; y el relativismo todo lo diluye.
En una sociedad donde todo es opinable, incluso lo que debería ser universal —como la dignidad humana, la justicia o la solidaridad—, la ética pierde su autoridad, y con ella, el respeto mutuo.
Kant ya lo advertía: la violencia es incompatible con la dignidad humana. Si se impone la ley del más fuerte, desaparece la igualdad entre los individuos y se instala un régimen de miedo y sometimiento.
Cuando la ética se relativiza, se debilita también la noción de ciudadanía. Ya no se actúa por convicción, sino por conveniencia. Lo moral se convierte en algo subjetivo y transitorio.
Esta crisis ética no es abstracta; tiene consecuencias reales y tangibles. En Bolivia, por ejemplo, la incertidumbre económica, la corrupción política y la debilidad institucional son caldo de cultivo para una sociedad fracturada. Quizás ha llegado el momento de replantear el modelo de sociedad postmoderna que hemos adoptado. Un modelo que celebra el relativismo, el individualismo y la desconexión con lo trascendente.
Recuperar una visión más humana implica volver a colocar al ser humano en el centro de la reflexión ética. Esto incluye reconocer su dimensión espiritual, su capacidad de amar, de sacrificarse y de construir comunidad.
Tal vez sea necesario volver la mirada hacia una visión cristiana del mundo, donde el amor al prójimo, la dignidad de la persona y el respeto a la verdad sean principios rectores. Sólo así podremos aspirar a una sociedad más justa, más racional y más ética. Una sociedad donde la palabra tenga más fuerza que el grito, donde la razón ilumine el camino y donde la moralidad no sea un estorbo, sino una brújula.

El autor es teólogo, escritor y educador.

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