sábado, junio 15, 2024
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Redefinir el combate contra el contrabando

Ronald Nostas Ardaya

Cursa actualmente en la Cámara de Senadores, el PL 145/2023 que otorga a la Aduana la facultad de realizar operaciones de vigilancia y control para detectar y decomisar mercadería de contrabando dentro del territorio nacional, ya sea de oficio o a petición de productores, industriales, comerciantes formales o autoridades municipales. La iniciativa no solo ha generado la repulsa de los gremiales, sino que fue una de las razones para que se lleven adelante las marchas y bloqueos de los últimos días.
Lo más probable es que, ante las movilizaciones, el Proyecto sea retirado y la Aduana se mantenga en las fronteras, sosteniendo una lucha desigual contra mafias internacionales, mejor equipadas y organizadas que las brigadas nacionales destinadas a combatirlas. Y si por ventura logra superar esta prueba, es casi imposible que el PL 145 sea sancionado por la Asamblea Legislativa o que pueda ser aplicado eficientemente.
Más allá de la responsabilidad directa en la disminución de ingresos fiscales, inseguridad, precarización de la industria nacional, destrucción del empleo digno, distorsión del mercado interno y riesgos sobre la salud pública, el contrabando es un hecho delictivo que, por haber transversalizado todas las actividades económicas, se ha normalizado en la sicología social de los bolivianos, que terminamos validándolo cuando adquirimos directa o indirectamente, productos que ingresan ilegalmente al país.
El contrabando socava el Estado de Derecho y debilita a las instituciones porque fomenta la corrupción, desafía la capacidad del Estado para hacer cumplir las leyes y afecta los valores ciudadanos y la cohesión social. La normalización de esta actividad genera una cultura de desobediencia a las normas ya que, ante la evidencia de que no se sanciona, los ciudadanos pueden ver otras formas de ilegalidad como aceptables.
Asimismo, afecta la percepción de la justicia y la equidad, especialmente cuando ciertos grupos o individuos que viven del contrabando, se enriquecen, gozan de la aprobación pública e incluso pueden alcanzar puestos de autoridad, mientras que aquellos que cumplen con las normas y pagan impuestos, se ven hostigados por un sistema recaudatorio oneroso, abuso en las fiscalizaciones, exacciones constantes e incluso procesos y multas judiciales que pueden conducirlos a la quiebra o al fracaso.
Los esfuerzos del gobierno boliviano para combatir este delito siempre han estado concentrados en la represión y la vigilancia de las fronteras. Somos el único país que ha institucionalizado la participación de sus FFAA en esta tarea, y que le ha autorizado el uso de armas militares en casos excepcionales; además de premiar la denuncia con un porcentaje del valor de la mercadería incautada, y autorizar la apertura de zanjas en caminos por donde ingresa la mercadería ilegal. Nada ha funcionado realmente.
En los últimos cuatro meses, han muerto seis militares de la fuerza anticontrabando y 50 resultaron heridos; se realizaron 4.000 operativos y se incautó mercadería ilegal por un valor de apenas 7,5 millones de Bs, mientras que se estima que el delito mueve en Bolivia, más de 3 mil millones de $us por año, e involucra directamente a más de 100.000 personas e indirectamente a dos millones que se dedican al comercio.
A la luz de la evidencia, está claro que necesitamos enfrentar el contrabando desde otra perspectiva, asumiendo con honestidad que su crecimiento es proporcional al sostenimiento de la pobreza, la crisis y la estabilidad social.
Ya no podemos seguir aplicando medidas parciales que van a fracasar, ni evadiendo la necesidad de redefinir las políticas públicas y las normativas sobre el tema; de crear un equipo especializado de control que reemplace a los militares; de despolitizar la Aduana; de sustituir los acuerdos bilaterales por convenios multinacionales a través de la CAN y Mercosur y, sobre todo; de invertir mucho más en tecnología de vigilancia y trazabilidad de productos. Esto debe ir en paralelo al fortalecimiento de la capacidad de la industria nacional y de las mypes para producir con la misma calidad y menor precio, pero a mayor escala y con más diversificación.

El autor es Industrial y ex Presidente de la Confederación de Empresarios Privados de Bolivia.

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