miércoles, mayo 15, 2024

Poesía épica

Ernesto Julián Bedregal Patiño

“… la gloria al insigne Eduardo Abaroa le ha conferido majestad e inmortalidad de héroe…”.

  1. J. Bedregal.

 

Al ensillar mi caballo, recordaba las enseñanzas de mi progenitor; hombre de pocas palabras, pero palabras acertadas que denotaban su extrema sabiduría. Decía que, en este mundo, reina la codicia y muchos humanos le rinden pleitesía, seducidos por el poder, buscan adueñarse de aquello que no les pertenece, ya sea por la “razón”; a través de discursos falaces, o la fuerza de su arsenal.

Fue por eso que mi padre me enseñó a proteger de los míos, valorar mi tierra, cuidar mi trabajo; desde muy joven aprendí cómo disparar un rifle, con el propósito de ahuyentar a los ladrones que intentaban robar nuestro ganado, constantemente debía estar alerta, para no caer en sus artimañas, porque de ello dependía el sustento de mi familia.

Crecí amando este suelo arenoso, en medio de la camanchaca y los cactus de San Pedro, viendo surcar cóndores que llegan ufanos desde la imponente Cordillera de los Andes, recorriendo con mis hermanos el desierto de Atacama, respirando el mismo aire que respiran las vicuñas y los zorros, escuchando al cierzo susurrar el nombre de Bolivia.

Por ese amor sempiterno a la patria, fue que acudí presto al llamado de don Ladislao Cabrera para defender Calama, pese al intento de disuasión de mi círculo cercano que, con desazón, me sugirieron retirarme al interior. ¿Cómo podría negarle mi protección al pueblo que me vio nacer?, soy boliviano y lo que voy a defender también lo es, prefiero la muerte antes que abandonar a mi país.

Pienso en mi amada esposa Irene, en mis maravillosos hijos; Amalia, Antonia, Eugenio, Andrónico, Juan Eduardo, y me invade una terrible nostalgia, por dejarlos desamparados, sin un marido que sea soporte, sin un padre que vele por sus intereses; presiento que se aproxima el final de mis días, tan solo pido a Dios y a la Virgen que proteja a mi familia.

La cobardía de los invasores es repugnante, no hay honor en acechar con mil quinientos soldados bien pertrechados, a ciento treinta y cinco hombres; la mayoría civiles escasamente armados, sin previa declaración de guerra. Y todavía tienen el descaro de exigirnos la rendición, prometiendo concedernos la paz, luego de asaltar y cometer atropellos en Antofagasta, Caracoles, Mejillones, Cobija y Tocopilla.

¡Un boliviano jamás se rinde! Dispuesto a cumplir con la misión que se me fue encomendada, junto con once valientes patriotas, me dirijo hacia el puente Topáter, a fin de repeler el ataque de las huestes chilenas; un combate encarnizado, a pesar de no estar en igualdad de condiciones, logramos aguantar la arremetida más de tres veces.

Pero los rufianes eran demasiados, me vi en la obligación de cruzar el río Loa, para cubrirme del fuego enemigo en una fosa, y disparar desde los matorrales; me siguieron don Juan Patiño, el oficial Saturnino Burgos y otros cinco hombres de gran entereza, resistimos la agresión, colmados de ese coraje indomable que caracteriza al boliviano.

De pronto, sentí como la infame bala me impactó, desgarrándome la piel, hiriendo mi costado izquierdo, pero no siento dolor, siento enojo, impotencia ante el ruin accionar de los apocados; en ese momento me doy cuenta que mi brazo derecho está sangrando, al igual que una de mis piernas, pero yo quiero seguir luchando, aún no me han vencido.

Sigo disparando, hasta agotar el último cartucho, hasta encontrarme envuelto en un silencio sepulcral, pues todos mis compatriotas ya están muertos; me apoyo exánime en mi fusil, pese a estar mortalmente herido, me mantengo impertérrito, mientras los rotos avanzan ferozmente hacia donde me encuentro.

Rodeado por muchos chilenos que me apuntan cobardemente con sus armas, apenas da un paso al frente uno de los canallas, y con una voz temblorosa me exhorta a rendirme; satisfecho por nuestra hazaña, orgulloso de nacer boliviano, me yergo para exclamar: — ¿Rendirme yo? Que se rinda su abuela. ¡Carajo!

 

El autor es Comunicador, poeta, artista.

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