viernes, mayo 17, 2024

Saber morir

“Si hay en mí para morir algo natural ¡oh muerte! difícil de dividir: entra por mi amor de suerte que no te sienta venir”. Lope de Vega.

Tan importante como saber vivir es saber morir
Se dice que el cáncer es la enfermedad de nuestro tiempo. No sabemos bien si porque se produce con mayor intensidad o frecuencia que en épocas pasadas, o en razón a que el repliegue de las demás plagas hace, comparativamente, más ostensible esta enfermedad. Hay incluso, quienes piensan que el cáncer no es sino la desordenada aceleración de la muerte con que nacemos.
Pero más que una enfermedad, me importa el hombre y la manera y modo en que haya de efectuar mejor el tránsito, que es tanto como decir de forma más tranquila, consciente y edificante. De modo que entre la muerte en nosotros de suerte que no la sintamos.
Hay seres humanos que siguen temiendo la muerte hasta extremos que denotan un claro fenómeno de malformación intelectual. Sería conveniente recordar la máxima de nuestro filósofo Séneca: “Una y otra cosa es cobardía: querer y no querer morir”. Algunos piensan que es mejor que el enfermo irremediable ignore su enfermedad, a la que llaman desgracia, y muera entre las ansias de la vida física, que es la forma más cruel de morir. Ignoran que es, al menos, tan importante saber morir como saber vivir.
No solo sabe morir quien, por creer en Dios y en la trascendencia del ser humano, es consciente de que este paso no representa sino el dolor del alumbramiento hacia una situación mejor de la propia vida. La santa escritora de Ávila llega a morir por no morir: “Vivo sin vivir en mí / y tan alta vida espero / que muero porque no muero”. Pero también, debe saber morir quien por pensar que la vida se extingue por la muerte, comprende que ha de afrontar ese paso con la elegancia desprendida del cínico, sin cerril empeño en conservar contra natura unas condiciones biológicas que se han desequilibrado de forma irreversible.
Uno y otro, el cristiano que hace trascendental la muerte y el escéptico que la acepta como una servidumbre natural de la vida, saben morir.
Quien no sabe morir –o no le dejan– es aquel que ignora la proximidad del hecho y dedica el tiempo y la energía que le restan a luchar por una vida que ya no le pertenece, en lugar de prepararse para el tránsito esperanzador o apurar los últimos goces de su propia filosofía.
De ahí que me inquiete y me duela esa decisión tan extendida de ocultar al enfermo lo irremediable y próximo de su fin. Para que no sufra –dicen–, como sí el único sufrimiento fuera el mero dolor físico de la materia biológica. Como si no lo fuera, mucho mayor, el tremendo grito de angustia del hombre sorprendido ante su proyección cósmica o estafado en el uso libre de sus últimas horas de vida terrena.
Es el amor lo único que hará entrar a la muerte en nosotros de modo que no la sintamos, nos dijo Lope de Vega, haciéndonosla tan leve, rápida y ligera, como la pedía Santa Teresa. La buena muerte. Porque la otra, la mala muerte, es perezosa y larga y a ella se dirige Lope diciéndole: “Y si preguntarme quieres, / muerte perezosa y larga, / por qué para mí lo eres, / pues con tu memoria amarga / tantos disgustos adquieres, / ven presto, que con venir / el porqué podrás saber”.

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