sábado, mayo 4, 2024
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Barreras de la mente

Parte II

En los Centros de acogida a discapacitados psíquicos profundos el aprendizaje es lento, pero la paciencia y la prudencia son fundamentales. Tal vez sea más fácil ponerle un jersey en un minuto, aunque él tarde cinco. Pero, entonces, la buena voluntad del voluntario se transforma en descuido que puede destrozar la tarea de meses de paciente repetición de actos dirigidos por un profesional que trabaja a diario con el enfermo, y no sólo en esas horas que el voluntario puede aportar en una labor complementaria a la del profesional. Este servicio puede ser formidable porque aporta algo distinto de la rutina: una alegría, una ternura y una paciencia que no siempre se pueden mantener cuando se trata de un largo aprendizaje.
En nuestro mundo regido por la mente, a menudo se olvida los pequeños detalles, mientras que en “su” mundo hay que entrar de puntillas, para descubrir allí una riqueza de valores desbordante. Después de una mañana sin desperdicio, emerge siempre una pregunta: “¿Realmente aporto algo?”. Uno cree que va a prestar una pequeña ayuda. Sin embargo, no es un intercambio en igualdad de condiciones, pues se recibe mil veces más de lo que se da. Pero es preciso abordar una cuestión que suele plantearse en algún momento de nuestro voluntariado. Es lo que he denominado «la sensación de manos vacías».
No se trata de que no haga lo suficiente en mi cometido ni mucho menos que sea estéril mi servicio ante tantas experiencias de soledad, de dolor o de injusticia. Al contrario, es el momento de experimentar la propia debilidad y la indigencia de todos los seres y de todas las cosas que anhelan alcanzar su plenitud, aunque parezca que se mueren, como el grano de trigo o como la sal o como la levadura. Es la experiencia de la gota de agua que se sabe océano, de la persona que se sabe humanidad y que todo cuanto sucede tiene un profundo sentido. Lo que ocurre es que antes de encontrarnos con el dolor, con la enfermedad, con la injusticia y con la muerte tan sólo nos ocupábamos en sobrevivir, aunque hiciéramos muchas cosas y diéramos muchas vueltas, como Alicia que «corría y corría para estar siempre en el mismo sitio».
Esa sensación de manos vacías no debe asustarnos ni desanimarnos. Es en esa experiencia de debilidad donde se enraíza la auténtica fortaleza, que siempre es prestada. Una vez asumida esa debilidad, y ante cualquier desfallecimiento uno recuerda al sabio maestro Chuang Tzú «es el suelo quien te ayuda a levantarte». Nada pasa. Ante todo, mucha calma. A veces, es mejor descansar. Una buena siesta, un paseo, practicar algún deporte o divertirse con los amigos es una excelente terapia para esa fatiga de la experiencia del sufrimiento ajeno…

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