«Otro discípulo, Andrés, hermano de Simón Pedro, dijo: “Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos pescados. Pero ¿qué es esto para tanta gente?”» (Jn 6: 8-9). La cita corresponde a un pasaje más amplio del Evangelio: el de la multiplicación de los panes.
Por honestidad intelectual, confieso que, hablando de quienes participaron de la escena, nunca antes le había dado mucha importancia al pasaje, que no fuera a Andrés, como dice el evangelista, y a Jesús, por supuesto, como el Dios encarnado.
El título corresponde a la obra de José H. Prado Flores, pero quien provocó un cuestionamiento transformador en mí fue la predicadora católica Ana Carola Salinas. Sí, no es muy sabido, pero en la Iglesia, que afortunadamente está auxiliada por algunos movimientos que no pertenecen al tradicional conservadurismo que por siglos mantiene un pueblo poco incentivado a la lectura de la Biblia, pero que tampoco se apartan un milímetro de la doctrina católica, existen valiosos instrumentos que contribuyen a una exégesis que todo cristiano debe hacer.
Estamos en el periodo más importante del calendario litúrgico y de nada sirve en la construcción de una fe más edificante pasar por alto las deficiencias de nuestros líderes espirituales (léase sacerdotes), excepto los formados en algunas órdenes felizmente renovadoras, al haber acostumbrado al laico a escuchar homilías sin ninguna substancia que permita su crecimiento. Dicen que el Señor se sirve de inefables caminos para escoger a sus intérpretes, pero quienes son profetas deben estar investidos de cuidadoso entrenamiento y técnica para sobrepasar el nivel de los sentimientos humanos y llegar con la Palabra a un espíritu y un corazón que responda a ellos sin distorsionar el mensaje encomendado, a través de habilidades que les da la experiencia, que debe ser complemento de la efusión dadora de los dones.
Y como no está en mi naturaleza dejar pasar lo defectuoso, sino contribuir a su enmienda, luego, no hay duda de que con el auxilio de los laicos la Iglesia puede tener un mejor repertorio cada vez que un sacerdote asume la comodidad de explicar lo obvio, para adentrarnos en los intersticios de lo que contiene el Evangelio. Y así como es imprescindible escuchar pasajes tan emblemáticos en los que no pueden faltar, y no faltan, Pedro, Andrés, Juan, la samaritana, Bartimeo y la Hemorroisa, entre otros, los tenemos en el olvido, verbigracia, a ese “muchacho” del que Juan nos habla o los “cuatro hombres” que llevaron ante Jesús a un paralítico en una camilla, según nos narra Marcos. ¿Los católicos y, en general, los asiduos de las sectas protestantes, sabemos algo de Susana, que fue curada de un espíritu malo por Jesús?
El Evangelio, en sus cuatro libros, hace mención —y no casual— de varios otros personajes innominados, pero no por eso menos importantes que, por ejemplo, los publicanos, los fariseos o el leproso sanado. Una interpretación a la luz del Espíritu Santo nos conduciría a la certitud de que el plan salvífico de Dios hecho hombre ha necesitado de más personas de las que nuestros curas nos hablan.
La Iglesia católica ha sido —y es— blanco de injustas acusaciones en muchos casos; ha pedido perdón por los graves pecados que ha cometido a través de la historia, pero sustenta una doctrina que está amparada por las Sagradas Escrituras, y con todo, adolece de deficiencias en cuanto a la evangelización que suele hacerse excesivamente reiterativa, ignorando a hombres y mujeres de la Biblia, cuya ínfima referencia literaria, desde la espiritualidad, se ve ampliamente superada por su trascendencia en el plan divino. Para eso, además de una especial unción, se necesita de otras cualidades porque el nacimiento y el talento dan al que las posee un sello que no puede ocultarse tras ningún velo. La magistral prédica se inscribe en esos cánones de las que la Iglesia Universal debe nutrirse. El infrascrito sabe por propia convicción de varios predicadores de mucho oficio.
El autor es jurista y escritor.