sábado, mayo 18, 2024
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Justicia, un Poder del Estado; no del gobierno

Casi por costumbre, pasa con todo régimen que asume el gobierno de la nación: hay en las nuevas autoridades inquietudes por introducir cambios en la administración de justicia y, consciente de esas realidades decide reestructurar, reorganizar y consolidar en la práctica el hecho de que el Poder Judicial es libre, soberano e independiente de los otros poderes del Estado. El Poder Judicial tiene la misión de administrar los amplios márgenes de la Justicia, que es la virtud moral de dar a cada persona los derechos que le corresponde, mediante la administración y aplicación de las leyes. La Justicia es la aplicación imparcial de obrar con la verdad, con toda razón, correcta administración, entendimiento y aplicación de las Leyes de Dios que son básicas o fundamentales para la redacción y acatamiento de las leyes de una nación o de todos los pueblos.

El propósito de una reestructuración del Poder Judicial sería conseguir una renovación del aparato administrativo y jurídico de todo el sistema judicial del país; es decir, lograr cambios o una renovación de jueces y personal; pero, en todo intento para renovar, nunca se logró los cambios esperados por mucho tiempo y, en casos, repetición de medidas con remedios que resultaron reiteración de los mismos yerros del pasado. En el sentir del pueblo –muy especialmente de los litigantes que recurren a los estrados judiciales — ha primado la frase: “La Justicia boliviana es la peor injusticia”, forma equivocada de juzgarla o calificarla. Y es que, en todo caso, no es culpable de la mala administración, de la presencia de personal encargado de su atención y manejo que incurrió en prevaricatos, engaños, mentiras, falsificaciones, retardación, inmoralidades y otros delitos que deberían estar alejados de un Poder tan importante, cuyo funcionamiento debe ser ejemplo hasta para conductas de miembros de los otros poderes del Estado.

El funcionamiento y buena administración de Justicia depende, en todo caso, de la calidad moral de los funcionarios, empezando por los jueces, fiscales y los abogados que deben ser profesionales dignos de confianza, porque del ordenamiento jurídico deriva el inalienable derecho del hombre a la seguridad jurídica y, con ello, a una esfera concreta del derecho, protegido contra todo ataque arbitrario. En otros términos, la aplicación de la fuerza y pureza del Derecho en lugar del imperio del derecho de la fuerza, ya que en muchos regímenes o gobiernos prima el criterio de que la Justicia está al servicio del gobierno de turno, cuando la verdad es que el gobierno tiene que supeditar su razón de existir a la fuerza del Derecho, o sea la vigencia de la Constitución Política y las leyes. Solo con tribunales probos, honestos, dignos y ajustados a valores y principios, la Justicia puede funcionar debidamente administrada, juzgarse ordenada, fructífera y congruente con la dignidad humana, especialmente si se funda en la verdad, honestidad y responsabilidad. Es muy importante que, para una renovación efectiva, transparente e imparcial, el Poder Judicial renazca, funcione sin intervención de los otros poderes del Estado, ya que, en caso contrario, no actuaría con la credibilidad, la fe y la confianza pública, sino que, directamente o no, estaría sujeto a compromisos, presiones del gobierno, de partidos políticos o de intereses creados.

Si verdaderamente hay interés en reorganizar el Poder Judicial, sus integrantes deben ser elegidos entre los mejores profesionales del Derecho que tenga el país. Y los Colegios de Abogados, miembros prominentes de los credos religiosos, de las universidades, ex presidentes de la Corte Suprema de Justicia y, por supuesto, de otras instituciones respetables, deben ser los que elijan, examinen y designen a jueces, fiscales y profesionales de los juzgados y sus dependencias. Que se lo haga teniendo en cuenta que el Estado es todo el país, su territorio, sus instituciones, su población y todo lo que implica ser Estado como pueblo, nación, país, república o comunidad nacional, entendiéndose, además, que el Estado es indefinido, permanente. En cambio, el gobierno es momentáneo, circunstancial y es elegido solo por cuatro o cinco años para administrar y servir al Estado que es eterno.

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