sábado, mayo 18, 2024
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Una estatua sin nariz y una historia coja

Tristemente, la casi centenaria estatua marmórea de Cristóbal Colón que está en el paseo de El Prado paceño, ya agraviada varias veces, ahora se ha quedado sin nariz a causa de un deliberado combazo. Pero la suposición de que el colonialismo se elimina o la historia se reescribe tirando abajo estatuas no es solamente de estos lugares, sino de todo el mundo y de todo tiempo. A lo largo de la historia, pues, ha habido numerosos intentos para derribar monumentos bajo banderas identitarias o ideológicas. La diferencia está en que muchos pueblos hoy ya se han reconciliado totalmente con su pasado y han superado ese tipo de complejos.
Supongo que todos estos días las columnas periodísticas y las publicaciones en redes sociales abundarán sobre este hecho. Yo también quiero escribir sobre él, pero desde un enfoque diferente. Y es que creo que parte de las causas para que se den ese tipo de manifestaciones violentas, más allá de las que están vinculadas con la falta de educación y el racismo —que está a flor de piel más que nunca—, está en que Bolivia carece de verdadera historia, o, para ser justos, la hay, pero muy poca.
Exceptuando los libros de Gabriel René-Moreno y Enrique Finot, hallo en nuestra literatura nacional muy poco de lo que se dice realmente historia. Este servidor pasó durante algo más de un año por las aulas de la carrera de Historia de la Universidad Mayor de San Andrés, y en ese breve tiempo se pudo dar cuenta de dos cosas: 1) que las publicaciones académicas que allí se hacen tienen sesgos culturales y políticos muy pronunciados, los cuales aminoran la calidad científica de los trabajos y 2) que la historia es uno de los campos más complejos y delicados por la cantidad de datos que el historiador debe procesar antes de componer un libro o una obra de historia.
Las publicaciones históricas en Bolivia, salvo contadas excepciones, siempre fueron serviles a una causa o un interés: el liberalismo, el nacionalismo, el socialismo, el indigenismo. Los libros de historia (como los de Arguedas) tienen un tinte de panfleto político o de tragedia clásica. Es por eso, en gran medida, que nos cuesta entendernos como sociedad: aún no hemos escrito una historia científica que restañe heridas y nos sitúe en el mapa del devenir humano tal y como somos. Porque la labor del historiador, más que enjuiciar el pasado, es justificar y comprender empáticamente los cuadros pretéritos del acontecer social conforme al ambiente cultural de su tiempo, como decía Benedetto Croce.
Solamente de esa forma entenderíamos que la historia, la verdadera, la que está escrita con rigor analítico e imparcial, no tiene quiebres ni puntos muertos. No hay un día de inicio ni uno de muerte. Todo acontecer humano es una argamasa orgánica de orígenes y expiraciones que, vistos en conjunto, hacen lo que somos hoy.
Concluyo diciendo que el que aún no contemos con una pléyade de historiadores con espíritu noble, científico, crítico y ecuánime acrecienta las murmuraciones de odio y rencor que muchos tienen con el pasado. Probablemente con una literatura histórica que, en vez de cobrar cuentas a lo que ya no puede ser cambiado, obre a favor de la comprensión cabal de lo que somos, la nariz de Colón hoy seguiría en su sitio.
En historia, como en la misma vida del hombre, no hay nunca ninguna vendetta que deba ser cobrada con nada ni con nadie. Se debe mirar al futuro y avanzar hacia él con lo que se tiene. Filosóficamente hablando, todo hecho pretérito (sea una guerra o algún éxito) está justificado por algún motivo y tiene razón de ser. Termino con una lúcida frase de Fernando Diez de Medina: «Si queremos ser dignos del futuro, comencemos por ser justos con el pasado».

Ignacio Vera de Rada es profesor universitario.

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