lunes, mayo 20, 2024
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Tiempo de cuchilladas

El puñal es el arma más utilizada para dar muerte a traición. Más aún que el veneno. Se lo disimula bien entre las ropas y es silencioso. Hay que aproximarse a la víctima, ganar su confianza, y eso es suficiente para herir. Antes de la pólvora, de las pistolas o arcabuces, el cuchillo era temido por su disimulada eficacia. Y hoy mismo lo es. Por eso la puñalada ha quedado como sinónimo de traición, aunque no sea, precisamente, puñal en mano. “Una puñalada por la espalda”, significa en todas las lenguas del mundo la felonía más grande.
Un ejemplo de canallada (hecho entre canallas) sucedió en la Alemania de 1934, en lo que se conoce como “la noche de los cuchillos largos”, cuando Hitler decidió deshacerse de alguien a quien temía: Ernst Rohm, el jefe de las SA o las Tropas de Asalto nazis. En una noche los leales a Hitler mataron a tiros a más de 80 “camisas pardas” y a su líder, Rohm. A la mayoría los sorprendieron en cama y los acribillaron. Así, el partido nazi quedó con un jefe indiscutido, Adolfo Hitler, que sería el jefe supremo de la Alemania de los arios y que la llevaría a la ruina.
En Bolivia no hay arios, es decir esa aristocracia indoeuropea que presuntamente era la “raza superior”, pero los aimaras puros y también los mestizos, a través de Evo Morales, se han declarado como la “reserva moral” de Bolivia, eso significa la cúspide más alta en la jerarquía social boliviana; una especie de arios morenos. Toda una ridiculez, por supuesto. El indigenismo en torno al MAS ha destruido la vieja democracia y ha impuesto leyes racistas y hasta ha tratado de borrar nuestra historia colonial y republicana. Esta nueva casta puede haber eliminado el uso de la corbata, símbolo de los blancoides, pero se ha cebado en la traición de una manera que asombra.
La traición en Bolivia no es novedad. La traición en política no extraña. Algunos de los mandatarios de la última etapa democrática iniciada en 1982 fueron traicionados. Pero nunca se había visto el carnaval de puñaladas que se han asestado entre indígenas y mestizos, desde que Evo Morales tuvo que huir, abandonando el poder, como consecuencia de su sucio fraude electoral que produjo la ira de la ciudadanía. Las puñaladas verbales, que son inmisericordes, se sucedieron a granel desde que asumió la presidencia Arce Catacora y Morales quiso someterlo. Empezaron con pequeños tajos que apenas rasgaban la ropa. Luego cortaron la piel. Después fueron puñaladas que perforaron el hígado, los pulmones, hasta que cortaron la carótida.
Evo Morales empezó con las cuchilladas y Arce, socarrón, las lanzó al final, cuando decenas de sus partidarios ya lo habían hecho. Evo Morales no pensó que sus antiguos súbditos (eran verdaderos súbditos) lo traicionaran. En todo caso se creía invulnerable, como Aquiles. Pero quienes habían comido y dormido con él en los cocales del Chapare o en las laderas de los cerros, le hincaron el hierro. Sus ministros, parlamentarios, embajadores y varios de sus incondicionales pinches, hombres y mujeres, se dedicaron a insultarlo, merecidamente la mayoría de las veces. Mas lo detestable fue no solo que callaron durante 14 años, sino que en todo ese tiempo lo veneraron como a un dios y lo animaron a cometer las peores imprudencias y desacatos. Esto empezando por su vicepresidente, García Linera, que le llenó el cerebro de “chulupis” revolucionarios para después desaparecer y dedicarse a la meditación luego del estropicio. Y por el propio Arce Catacora, que, como cajero principal del Palacio, se dedicó a gastar todo lo que era del antojo de Morales, sin chistar ni atreverse a advertirle que la caja de caudales iba quedando vacía y que nada de lo gastado se reponía.
Morales hizo fraude en las elecciones del 2019, de manera tan escandalosa que quiso anular esos comicios, destituyó a los encargados del proceso electoral, prometió que no volvería a ser candidato en el futuro si le dejaban concluir con su mandato. Pero ya nada había qué hacer, ya había incumplido con todos sus compromisos. Nadie le creía. Quería ganar tiempo. Él, que había traicionado siempre, que nunca había observado la palabra empeñada, empezó a ver cómo se iban desgajando de su lado quienes lo habían acompañado y cómo Arce no le hacía el menor caso y Choquehuanca menos. Pero no solo que Arce, Choquehuanca, y muchos de quienes habían sido sus ministros lo despreciaron, sino que ellos mismos, quienes habían gobernado con él, tuvieron la frescura, el tupé, de acusarlo de las pésimas inversiones que se hicieron durante su gestión, de la corrupción con los dineros del Estado, de su afición por el fraude, de las deplorables amistades que hacía en el extranjero, del derroche festivo, hasta de su ansiedad por ciertas muchachitas núbiles. Resultó que quienes durante 14 años lo aplaudieron y lo adularon, en poco tiempo cambiaron de montura, sacaron sus afilados estiletes y comenzaron a picarlo.
En Bolivia es un delito perder el poder. No podemos adivinar qué sucederá en los próximos años y nada dice que la conducta de los políticos cambiará. Las lealtades se derrumban muchas veces en el último día de mando. O se van desgajando poco a poco. Y no solo sucede en la casta de los andino-centristas, porque ya estamos viendo cosas muy feas por acá. Aunque sí admira la fiereza con la que la nueva aristocracia racial boliviana actúa.

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