viernes, mayo 3, 2024
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La espada en la palabra

De Olañetas y Fouchés…

Ignacio Vera de Rada

Terminé de leer la biografía que Stefan Zweig hizo de Fouché, quien, junto con Talleyrand, fue el modelo del político zigzagueante, traicionero y por demás astuto. El poeta Lamartine, contemporáneo de aquel zorro oculto bajo el traje de una oveja, dijo alguna vez de él: «Era el suyo un papel multiforme, difícil, bajo y sublime al mismo tiempo, pero enorme siempre, y al que la Historia no ha prestado hasta hoy la debida atención. Un papel sin nobleza de alma, pero no sin amor patrio y sin valentía, y que ponía al súbdito a la altura de su Soberano, al ministro sobre su Emperador, haciéndole árbitro entre el Imperio, la Restauración y la Libertad, aunque árbitro por su doble personalidad. La Historia, mientras condena a Fouché, no podrá negarle audacia en su actitud durante el periodo de los Cien días, altura política en su táctica con los partidos y grandeza en la intriga. Todo esto lo colocaría al lado de los grandes estadistas del siglo si existieran verdaderos hombres de Estado sin virtud y sin dignidad de carácter».
En Latinoamérica hubo un Fouché: fue Casimiro Olañeta. Alguna vez, este político experto en el arte de la seducción, pero sobre todo poseedor del olfato político que percibe y se anticipa a los eventos, para justificar su servicio en tantos gobiernos (y de tan variadas tendencias) de la primera mitad del Siglo XIX, dijo, con un cinismo que, en realidad, a estas alturas del partido, ya no sorprende mucho: «Yo no cambio. Lo que cambian son los gobiernos» (en la misma línea, Fouché había dicho: «No fui yo quien traicionó a Napoleón, fue Waterloo»). Como Fouché, Olañeta también ha sido despreciado por la historiografía tradicional. Como desagraviándolo, alguna vez Carlos Mesa me dijo que a él le debemos la existencia de Bolivia como estado soberano e independiente. Y otra vez, Guillermo Bedregal me dijo que Olañeta, por su talento diplomático y retórico, le había causado siempre admiración.
Pero lo que podemos hacer nosotros, lector, es tratar de comprender el porqué de este tipo de psicología tan común en el quehacer político, sin lanzarle imprecaciones ni, por supuesto, sacralizarlo. Sin reír ni llorar.
Igual que Fouché, Olañeta nunca pudo acceder al poder supremo, al mando total del Estado, como quizá fue su deseo. Siempre en cargos subalternos (diplomático, ministro o parlamentario), se dedicó a operar tras las bambalinas de la cosa pública cuando estuvo en el poder, y estando en la oposición, a tramar e intrigar contra sus adversarios (que luego, en muchos casos, pasaban a ser sus amos). Como Talleyrand, Olañeta era cultivado, y como tenía perfecta conciencia de que el conocimiento siempre es poder, hacía uso de su retórica, su versación y su intelecto para dominar, escabullirse y reptar por los entresijos de la política, hasta conseguir lo que deseaba. Sí: lo que deseaba. Creo que la palabra deseo es precisa, porque el poder, como la desnudez de un cuerpo humano, provoca deseo; el poder político, sobre todo en personalidades narcisistas y vanidosas, es como una droga: mientras más se la consume, más daño hace, pero más se la quiere y requiere. Por ello, las personalidades como las de Fouché y Olañeta no pueden estar mucho tiempo ocupadas en otras actividades; sienten la necesidad urgente de ejercer el poder, de estar en la política, de ejercitar el arte de la intriga y la diplomacia; hacerlo, para ellas, es un fin en sí mismo.
Sin embargo, hay quienes dicen que, pese a todo, tanto Fouché como Olañeta también tuvieron una porción de patriotismo, aunque esta fuera pequeña, y puede ser que tengan algo de razón, ya que, aunque taimados y arteros ambos, no puede decirse, al menos hasta donde se sabe, que fueran corruptos, cobardes, iletrados o unos miserables de espíritu, como sí los hay muchos en la política. No fueron unos pobres diablos sin trascendencia ni significancia. Creo que esto último es digno de tomarse en cuenta para hacer un balance adecuado y serio de la historia, que es un campo de tantos hilos, de tantas fuerzas, de tantas razones y causas. Si lo negáramos, estaríamos forzando una mirada incompleta o unilateral de la realidad.
La intriga sobre la idea. La habilidad sobre el genio. Ello son los políticos de este talante. Como Mirabeau, Marat, Robespierre, Desmoulins, Danton o Lafayette alrededor de Fouché; Sucre, Santa Cruz, Velasco, Ballivián, Belzu y Linares, una generación de inmortales, “cayó” ante Olañeta, que seguía siempre firme, listo para servir al siguiente poderoso. Figuras talentosas e inescrupulosas, no por ello deberían ser olvidadas ni olvidables. Más al contrario: dicen mucho sobre cómo se comporta hasta en el presente el ser humano ante el poder, esa lasciva diosa ante la que pueden sucumbir incluso los más demócratas y virtuosos.

Ignacio Vera de Rada es profesor universitario.

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