jueves, mayo 2, 2024
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Feminicidio como delito de Estado

La incapacidad para prevenir los feminicidios e infanticidios en Bolivia es alarmante, nuestro país continúa siendo de los pocos en Latinoamérica que aún supera la media de la región por cada cien mil habitantes, solo después de Honduras, El Salvador, Trinidad y Tobago, y República Dominicana, según datos de la CEPAL.
Hace pocas semanas, el Fiscal General anunciaba que, del 1 de enero al 13 de septiembre de 2021, el Ministerio Público registró 85 feminicidios y 28 infanticidios a nivel nacional, Lanchipa expresó su preocupación y aseguró que “el Ministerio Público continuará con las investigaciones para dar con la responsabilidad de los autores y no quede ningún caso en la impunidad”. La mayor cantidad de víctimas está en el departamento de La Paz con 31 casos, seguido de Cochabamba 14, Santa Cruz 14, Potosí 8, Oruro 7, Chuquisaca 4, Beni 3, Tarija 3 y Pando 1.
Ante este panorama nada alentador para la seguridad ciudadana en general y para las mujeres de nuestro país en particular, no queda más que preguntarse si se está encarando el problema en su real dimensión, si se comprende de manera real la gravedad del problema, pero lo que es más importante, si se conoce el problema y los factores que influyen en su ocurrencia, porque es ahí de donde se debería partir para luchar efectivamente contra este delito, no desde el hallazgo de un cadáver, como se estila obrar cuando la reactividad es la práctica cotidiana en materia de Seguridad Ciudadana.
Criminológicamente hablando, el feminicidio representa la culminación de un continuum de violencia sistemática, incesante y crónica. Esta violencia se torna invisible en un entramado social e institucional que, además de machista, es cómplice de ella por acción u omisión en el cumplimiento/incumplimiento de sus funciones y responsabilidades, para prevenir, denunciar y sancionar este tipo de conductas. Algunos estudiosos del tema como Lagarde en México, con los que coincidimos en cierta medida, consideran al feminicidio como un crimen de Estado, porque este no es capaz de garantizar la vida y seguridad de las mujeres en general.
La violencia contra las mujeres ha sido una constante en la historia humana, convirtiéndose en un mecanismo efectivo para imponer y mantener su subordinación ante la supremacía de lo masculino. La organización social y “construcción” de este mecanismo, que en algunos casos se considera “natural” es en realidad estructurada de manera violenta, aunque soterrada, a través de un “sistema de categorías de percepción, pensamiento y acción” que Bourdieu denomina habitus, estas categorías son internalizadas en las mujeres de manera “natural” por el entorno familiar, social e institucional, a través de estereotipos socialmente aceptados y esperados en una mujer, preparándola así durante su formación y educación para aceptar su condición de subordinación natural e incluso deseable. No es raro, en nuestro medio, escuchar a una madre decirle a su hija que ella no puede o no debe hacer tal o cual cosa, como lo hacen los hombres, que la madre sirva un plato de comida más abundante para el hijo varón, que las escuelas tengan deportes o actividades para hombres y para mujeres, etc.
Al mismo tiempo, el habitus reafirma y sostiene lo masculino como legítimo y superior, resultando ser la matriz de todas las percepciones, pensamientos y las acciones de todos los miembros de la sociedad y es, además, un fundamento indiscutido de la visión androcéntrica de la reproducción biológica y social, haciendo muy compleja y difícil la revisión y modificación de estos estereotipos malformados, por su carácter cuasi natural. A esto puede atribuirse y hasta cierto punto ayudaría a entender la lentitud con que se modifican las relaciones de género, pese a los esfuerzos que se realizan desde algunos ámbitos. Así entendidas las cosas, la mal llamada “tolerancia” de muchas mujeres a la violencia de género o de cualquier tipo, no sería más que el reflejo de una dimensión invisible de la violencia, de una naturalización del fenómeno y no por ello es menos lasciva. Entonces, es adecuado considerar al feminicidio solo como la “punta del iceberg”, cuya base monumentalmente más grande, compleja y fuerte, es la violencia naturalizada por la sociedad, las instituciones y sus autoridades.
La inexistencia o ineficacia de un entramado institucional que resguarde el derecho a vivir de todas las mujeres y el acceso a justicia para sus familias, es evidente y es ineluctable ahondar en la importancia de esta responsabilidad mal entendida y peor cumplida, porque no es posible esperar que la sola promulgación de un amplio marco jurídico y la creación de algunas instancias para la persecución penal del feminicidio y la violencia contra las mujeres, consigan revertir la realidad actual de esta problemática. Es más, cuando decíamos que el feminicidio puede ser considerado como crimen de Estado, nos referimos al incumplimiento de sus obligaciones, ya que las instancias creadas para proteger y/o atender a las mujeres víctimas de violencia y más aún las de prevención, se encuentran fuera del alcance de ellas, siendo inaccesibles en algunos casos. Existen más fiscales para perseguir políticamente a los opositores al gobierno, que los dedicados a la persecución penal de los victimarios, hay más policías reprimiendo a sectores sociales no afines al gobierno, que investigadores en la FELCV, se destina más recursos para la compra de agentes químicos, propaganda política, prebendalismo, etc. que en tecnología, insumos y medios para prevenir, investigar y sancionar la violencia y el feminicidio.
Así, Bolivia y menos las mujeres conseguirán la seguridad que necesitan para desarrollar sus actividades a plenitud, sin preocuparse por la violencia que las asecha en cualquier rincón, porque la única seguridad que tienen es que no pueden contar con la protección del Estado. Atacar las causas y no el resultado, es la manera más eficiente de luchar contra cualquier mal, comencemos de una vez.

MsC. Armando Moscoso Rada, Consultor.

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