El pasado jueves 25 de agosto, los bolivianos contemplaron el único carnaval urbano en el cual buena cantidad de quienes desfilaban y quienes observaban, asistieron obligados. Algunos hasta reciben un platillo de comida, sin necesidad de comprarlo.
La marca de la fiesta, similar a otras celebraciones carnestolendas, fue la abundancia de bebidas. En algunos casos, se pudo ver al final del convite a los invitados con pasos inseguros subiendo a los buses que los habían traído gratis desde diversos lugares.
Los prestes mayores disputaban en elegancia y disfraces novedosos. Uno lucía lentes y guirnaldas blancas y azules primorosamente preparadas por las floristas; seguramente, un regalo; igual que las banderitas.
A un lado, estaba otro personaje disfrazado como los niños en los festivales de las escuelas: ponchillo rojo encima del conjunto de chompita y pantalones oscuros, zapatos de moda internacional. Lucía un sombrerito similar al que llevan por todo el país las bandas de “Los intocables”. Había expectativa, pero esta vez no bailó y ¡no cantó la melodía del Cóndor Pasa!
Al otro extremo, imitando al enojo y misterio de los agentes de seguridad, apareció –sin ser parte de los prestes de esta gestión– otro guatón disfrazado con casco de minero (de empresa estatal o de cooperativista, no se supo). Sus oscuros lentes escondían su mirada, aunque no su gesto.
Ninguno de ellos, ni los otros conjuntos tenían barbijo para cubrir la nariz y boca, pese a las recomendaciones del Ministerio de Salud y del Colegio Médico para evitar más contagios en la última ola de la pandemia del COVID-19. No era de su preocupación pues si enferman pueden curarse en Brasil o en Cuba, o comer pasto. O, por último, ocupar una de las escasas camas de los hospitales financiados por los paceños que trabajan de sol a sol.
La mayoría de las agrupaciones lucían blusas, sombreros, banderas de color azul. ¿Una imitación de los devotos del Señor de los Milagros que se visten de violeta cada octubre? Había también vestimentas multicolores, banderas rojas, letreros, pancartas, wiphalas y muchos, muchos palos. Llegaron de ciudades, de provincias, del área rural. Un matutino local informaba emocionado: más de 100 organizaciones estaban comprometidas.
Algunos de los que desfilaron salieron de distintos puntos de La Paz, en grupos pequeños. Al caminar soportaban estoicos los silbidos o algún insulto: “pagados, vendidos, vayan a trabajar”. Y seguían su recorrido, cabizbajos.
Era jueves, pero parecía sábado. Todo estaba detenido desde las alturas de El Alto hasta las bajuras de la ollada. Unos cubrían el carril de subida de El Prado, mientras otros pasaban vociferantes por la vereda del frente. No interesaban las consignas, los motivos, las razones. Gritaban.
Al este, un grupo de agricultores yungueños no entendía cómo su protesta había desencadenado semejante reacción. Un puñado de familias había provocado tanta ira en los poderosos prestes, o ¿era solo una demostración? ¿Para qué? ¿Por qué?
Mientras, en algunas aulas, los estudiantes que pudieron llegar a tiempo intentaban aprender a leer, aunque los prestes les dicen todo el rato que ese esfuerzo es inútil.
En fábricas, almacenes, oficinas, los bolivianos que trabajan y pagan impuestos continuaban con sus obligaciones, conscientes que su sudor había sido usado, una vez más, en un convite azul.
El último convite
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