Vísperas del Bicentenario del nacimiento de la República de Bolivia, la criatura heredera del territorio de la Audiencia de Charcas; del corazón de Potosí –mejor decir del Sumaj Orko–; y de las venas bulliciosas de etnias dispersas en la puna, el valle y la llanura; entre ellas, la más notable: la de los señoríos aimaras.
Habían sido las conspiraciones en La Plata, la Academia Carolina, las pioneras en marcar la ruta para la revuelta generalizada. Desde ahí, las repercusiones y las réplicas en el resto del continente. Como habría de ocurrir durante doscientos años, los habitantes del Alto Perú serían los portaestandartes de ideas libertarias, de rebeldías. Así lo reconoció Simón Bolívar al describir a su Hija Predilecta: “Bolivia, un amor desenfrenado por la Libertad”.
La República de Bolivia comenzó su vida independiente con los mejores augurios, a pesar de las minas inundadas y del caos agrario y administrativo después de 15 años de guerra. Historiadores, como Erick Langer, comparándola con países latinoamericanos, demuestran que Bolivia contó con mejores funcionarios y planes de gobierno que sus vecinos. Antonio José de Sucre y, posteriormente, Andrés de Santa Cruz y Calahumana, tenían una mirada moderna y de largo alcance.
El talón de Aquiles fue la politiquería que impidió la construcción de la institucionalidad. Desde la firma del Acta de la Independencia se dejó de lado a los protagonistas indígenas y ocuparon lugares de privilegio personajes que eran realistas hasta el último momento. Casimiro Olañeta –el Iván Lima de la época– descrito como “Juno” o el de Dos Caras por Gabriel René Moreno, se ocupó de torcer lo que pudo ser un régimen de unidad, progreso y paz después de años de luto. El Siglo XIX mostró durante varias décadas una Bolivia despedazada, empobrecida y gobernada por una plebe inculta y “caudillos bárbaros”.
Al cumplirse el primer Centenario en 1925, otra vez la imagen de Bolivia era una de las más alentadoras en el continente, con una democracia restringida pero sostenida y con un potencial económico renovado. La explotación de la quinina, de la goma y, sobre todo, de las minas de estaño, atrajeron a migrantes que habrían de realizar la principal ola de industrialización en la historia nacional.
La fundación de cervecerías, panaderías, fábricas de alimentos, manufacturas, curtiembres, imprentas, jabonerías, textilerías, unieron las manos de bolivianos, alemanes, italianos, ingleses, árabes, judíos, turcos, libaneses, peruanos. La colonia germana reunió fondos para regalar el primer avión a la nación, base del emblemático Lloyd Aéreo Boliviano. Los padres de la marraqueta Figliozzi, de la pasta Ferrari, de la papaya Salvietti pusieron sus ahorros para donar la estatua de Cristóbal Colón y otros conjuntos de mármol que adornan paseos paceños. Las fábricas eran construidas por arquitectos de primer nivel, como la CBN, la Forno, la Soligno. Los barrios obreros estaban rodeados de bosques, jardines y centros deportivos como Pura Pura o Achachicala en la sede de gobierno, Cala Cala en Oruro o Taquiña en Cochabamba.
En el otro lado de la medalla, quedaban postergadas las demandas de los originarios. Un siglo después, ¿cómo están las etnias más desfavorecidas: mojeños, trinitarios, guarayos, chiquitanos? ¿Tienen bienestar los trabajadores? ¿Hay mejores condiciones en las minas? ¿Los chinos y rusos han traído fuentes de trabajo, cultura, belleza? ¿Logrará Luis Arce ser absuelto por la Historia? ¿Llegará Bolivia al 2125?
Tres momentos de la Patria
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