Vivimos en una era donde la verdad ya no es lo que era. Lo que en el pasado parecía inmutable y sólido, hoy se disuelve entre pantallas, tendencias y emociones pasajeras. Tal como sostiene el filósofo surcoreano, Byung-Chul Han, la verdad ha dejado de ser una certeza objetiva para transformarse en un relato fluctuante, maleable por la influencia de los medios y la tecnología. El mundo ha reemplazado lo trascendental por lo superficial.
En esta perspectiva, la opinión pública se ha convertido en un escenario emocional más que racional. Ya no interesa si algo es cierto o falso, importa si conmueve, si genera empatía o impacto, o si provoca reacciones virales. Lo que antes era análisis hoy es espectáculo. En lugar de buscar conocimiento, nos conformamos con la anécdota.
Bolivia, lamentablemente, no es la excepción. Nuestra sociedad ha sido arrastrada por esa corriente global de banalización de la información. La televisión y las redes sociales están plagadas de contenido que apela más al morbo que a la razón. La tragedia ajena se consume como entretenimiento; la polémica barata ha ocupado el lugar que antes tenían la investigación y el periodismo serio.
Los medios han caído en una lógica perversa: mientras más grotesco o sentimental sea el contenido, más atención genera. Ya no se investiga, no se profundiza ni se contextualiza. Basta una lágrima en pantalla o una discusión acalorada para que la noticia tenga alcance viral. La empatía mal entendida ha sustituido a la reflexión.
Esta dinámica ha sido hábilmente explotada por el Movimiento al Socialismo (MAS), que ha aprendido a jugar con las emociones del pueblo boliviano. El partido ha copado los espacios donde se construye la opinión pública desde lo anecdótico. Ha comprendido que, en una sociedad emocionalmente manipulable, la verdad es irrelevante.
En este entorno, el show business mediático se ha convertido en una herramienta política de dominación. No se busca educar ni informar; se busca distraer, polarizar, confundir. Se construyen narrativas que apelan al miedo, a la compasión o al escándalo y, en ese terreno, el MAS ha demostrado una gran astucia.
A esto se suma el fenómeno de las redes sociales, especialmente plataformas como TikTok, donde la inmediatez y el impacto emocional son la norma. Cualquier idiota con un celular puede influir en la opinión pública sin ningún tipo de responsabilidad ni fundamento.
En este ecosistema de desinformación, el razonamiento crítico queda marginado. Lo racional es lento, requiere esfuerzo, tiempo y contraste de ideas. En cambio, lo emocional es rápido y adictivo. Así, la ciudadanía se vuelve presa fácil de un populismo emocional alarmante.
Las campañas políticas que se avecinan no serán ajenas a esta realidad. Veremos un desfile de escándalos, declaraciones virales, videos editados y anécdotas manipuladas. La propuesta política pasará a un segundo plano, desplazada por el show de la guerra emocional.
El MAS, con más de veinte años de experiencia en esta estrategia, parte con una ventaja abrumadora. Ha sabido adaptar sus discursos y acciones al lenguaje del show business, presentándose como víctima, salvador, rebelde o mártir, según convenga. Todo es teatro, donde el público aplaude —como focas— sin cuestionar.
Esta hegemonía mediática no se basa en la verdad, sino en su negación. La verdad se distorsiona, se oculta o se reemplaza por relatos más convenientes. La política deja de ser la búsqueda del bien común para convertirse en la administración del espectáculo y la manipulación emocional.
En este contexto, la ciudadanía debe despertar. No se trata únicamente de criticar al gobierno o a los medios; se trata de asumir responsabilidad individual. Hay que dejar de consumir pasivamente lo que se nos ofrece y comenzar a buscar activamente la verdad, por incómoda que sea.
No es suficiente con indignarse por las mentiras. Es necesario construir una cultura de pensamiento crítico, donde cada individuo se convierta en investigador de su propia realidad. Esto implica leer más, contrastar fuentes, desconfiar del titular escandaloso y profundizar en los temas importantes.
Apagar el televisor, cerrar el TikTok y abrir un libro puede ser un acto político. No por elitismo, sino por salud democrática. Porque un pueblo que piensa es un pueblo difícil de engañar. Y eso es exactamente lo que temen quienes manejan el poder desde la manipulación.
El autor es teólogo, escritor y educador.