En la turbulencia del Siglo XXI, el sueño digital muta en pesadilla, las redes prometían conexión, pero tejieron jaulas de datos; los gigantes tecnológicos, se erigen como señores feudales del nuevo milenio, sus algoritmos son los muros invisibles que delimitan nuestra existencia, sus plataformas, los feudos donde entregamos diariamente el tributo de nuestra intimidad. Es un sistema que monetiza hasta nuestros suspiros, con una lógica que no se basa en espadas y castillos, sino en cookies y metaversos, en la ilusión de libertad, mientras cedemos cada clic como un acto de vasallaje voluntario.
La tecnología avanzó, pero nuestra capacidad crítica retrocedió a la era de las cavernas digitales. Nos comunicamos en hastags, pensamos en memes, amamos mediante likes, el lenguaje, ese último bastión de lo humano, se reduce a bytes, a palabras predecibles moldeadas por la IA, a discursos vacíos que rebotan en cámaras de eco, sin diálogos que desafíen y sin palabras que incendien conciencia.
El tecnofeudalismo no solo controla recursos, sino símbolos, narrativas, identidades, somos avatares de un juego cuyo tablero ignoramos. La distopía no llegó con robots asesinos, sino con humanos adormecidos que confundieron comodidad con libertad, la postmodernidad nos dejó huérfanos de metarrelatos, pero los algoritmos llenaron el vacío con fake news y tredings topic. El lenguaje ya no es puente, es laberinto, un código binario que traduce emociones a patrones de consumo.
Pero todavía tenemos esperanza, la resistencia está en cada grieta del sistema, en cada voz que rechaza el guion prediseñado, en la poetización de lo imposible, en hackear los códigos, en usar el lenguaje no como herramienta del algoritmo, sino como hacha para romper pantallas. El tecnofeudalismo teme a las palabras que no puede predecir, a las metáforas que no caben en sus servidores, somos más que datos, somos el desconcierto creativo que desborda cualquier programa, somos el grito de un nuevo mundo por nacer.
¡La unión es la fuerza!
El autor es Abogado.