La fe nos salva y el humilde arrodillado, convertido en un piadoso perseverante, se calma ante nuestra constante sed divina. Acostumbrarse al mal que nos oprime, permanecer callados y no pedir la compasión celeste, siendo penitentes en penitencia, no es un itinerario que nos lleve a la sanación. Sin embargo, el camino de la auténtica rogativa es el que nos regenera para tener convicciones que jamás fallen.
I.- En la senda del amor viven: los
mendigos de Dios
Cristo nos llama a seguirle, nos ilumina en cada aurora, nos invita a recorrer unidos, el camino de la fiel certeza, con el testimonio de la vida.
El espacio de la meditación, ocasiona la conversión de sí, fortalece la voluntad del ser, nos confiere la paz familiar, y nos otorga el gozo de vivir.
Hallarse es un modo de orar, de ir al encuentro de la cruz, de reencontrarnos diligentes, con quien es muy indulgente, para entrar en su claro albor.
II.- Atentos a la escucha: Dios siempre nos llama
La vida está ahí, vivámosla. El Salvador nos concentra, nos estimula a levantarnos, a tomar el espíritu celestial, para no caer en la angustia.
Contamos con su compañía, con el gran don existencial; bajo su amparo nos oímos, su aliento vivo nos aguarda, tan sólo hemos de cobijarle.
Pongamos oído al corazón, valoremos lo que nos dice, agitemos la sed de cambio, pues saciados internamente, recobraremos la primavera.
III.- Griten de alegría: proclamen y alaben a Dios
El Señor ha estado grande, siempre lo está en nosotros, aquel que lo invoca con fe, y persevera en la llamada, jamás queda decepcionado.
Glorifiquemos la plegaria, celebremos el brío devoto, loemos al Altísimo alegres, uniendo nuestro tesón a Él, la voluntad frágil a la santa.
Nos predisponga la Madre del Verbo encarnado a orar; nos disponga a recogernos, para que podamos acoger, la luz de su viva presencia.
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