Nos hace falta un nuevo código ético, una estética racional que nos socialice, como condición previa para un nuevo reaparecer, bajo el trono de la clarividencia y el trino de la claridad.
Hay que evitar el precipicio destructivo, huyendo de los anzuelos interesados, para volver a ser más alma que cuerpo, que es lo que nos injerta el rescate, abriéndonos a la puerta existencial que nunca fenece. Despojémonos pues de usuras materialistas, trabajemos con la fuente de la esperanza, que es la que nos sacia de visiones saludables, superando el miedo y el aislamiento. Seamos ciudadanos de paz, gentes de palabra, poemas expresivos que crean puentes de solidaridad y no derraman penas, sino gozos. La cruz, entonces, si la llevamos todos unidos y la elevamos juntos, se hará más llevadera, en un cántico anímico de concordia que nos lleve al abrazo continuo y a la sanación perpetua. Con esta fuerza interior, que viene de la comunión de pulsos, todo se sobrelleva armónicamente, hasta transformarnos en ofrenda lírica y en cauce de silencio.
Indudablemente, con el buen callar es como nos superamos; puesto que, para hacerse oír, muchas veces hemos de mantener la boca cerrada. En cualquier caso, sólo hay que observar que cuando vienes al mundo, lloras; y, cuando mueres, el mundo guarda paz. Esa quietud es la que ahora nos hace falta para repensar y trazar otros horizontes vivientes. Hay que derribar las batallas y reconstruir el reino de lo auténtico, que no es otro que el mejor tono y el excelente timbre de la poesía, jamás del poder, que todo lo mercantiliza; en vez de rehacernos a la mística, y no al abismo de la indiferencia, que consiste en estar bien informados, pero no en sentir la realidad de los demás. Esto nos demanda, con urgencia, liberarnos de la mundanidad y desmembrarnos de la ceguera, que no custodia nada más que adjetivos. Ojalá el espíritu nos siga hablando, para poder enmendarnos, y lograr salir de esta naturaleza malvada.
La desconfianza y la división mundiales han aumentado. Desde luego, el fin de las hostilidades entre continentes aliviaría las tensiones. Ciertamente, las guerras son crueles y una guerra nuclear nunca puede ganarse, porque la muerte es la negación de nuestra percusión, que sueña con estar cultivando el verso, a pesar de soportar una riada de sufrimientos inaguantables, por causa de las contiendas. Considero crucial que actuemos de manera colectiva y contundente, porque somos hijos del afecto y no del odio como efecto, o de la voluntad donante y no mercantilista como consecuencia. La naciente poesía a la que pertenecemos como árbol vivo, nos llama a la bondad y a la verdad, a ser cantautores celestes. Para empezar, nos hace falta un nuevo código ético, una estética racional que nos socialice, como condición previa para un nuevo reaparecer, bajo el trono de la clarividencia y el trino de la claridad.
Por desgracia, nuestro cosmos es una zona profundamente ensombrecida. Al pobre no se le escucha, molesta porque nos llama a más justicia y a compartir. Además, solemos levantar muros, en lugar de activar el culto al abrazo sincero, haciendo que nos encerremos en nosotros mismos, con actitudes de superioridad y de desprecio hacia nuestros semejantes, cuando nadie es más que nadie, ni menos que ninguno. El momento nos llama a recogernos para acogernos unos a otros, descubriendo que el apego y la paz son posibles a través de otros lenguajes más puros, más desposeídos, más fehacientes, en suma. Quizás el pináculo del orgullo nos impida ver las diversas situaciones, lo que precipita en un abismo de males, que nos están empedrando nuestro interior, hasta dejarnos en la absoluta necedad inhumana, de no rechazar la violencia y de obrar como monstruos entregados al instinto del león.
Por otra parte, también hay que rescatar del abismo a la biodiversidad. El orbe natural se enfrenta a un peligroso declive y alrededor de un millón de especies están amenazadas. Precisamente, en un universo tan híper conectado al día de hoy, la existencia de pueblos indígenas en aislamiento voluntario, tienen una estricta dependencia con su entorno ecológico, que cualquier cambio en su hábitat común puede perjudicar tanto la supervivencia individual como la estabilidad de todo su grupo. No olvidemos que los pueblos autóctonos han heredado y practican sapiencias y formas singulares de relacionarse con la gente y el medio ambiente. Estoy convencido de que los necesitamos para conseguir un planeta más habitable, aunque a lo largo de la historia, también sus derechos hayan sido violados. Al fin y al cabo, todos somos un gran enigma y un gran abismo que sólo el AMOR ilumina y colma. Practiquémoslo, corazón a corazón.
Víctor Corcoba Herrero es escritor.
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