El pasado 26 de junio, el Gobierno eliminó la prohibición del uso de criptomonedas y autorizó a las entidades financieras realizar transacciones con activos digitales. La medida puso fin a una decisión del Banco Central de Bolivia (BCB), establecida en 2014 y consolidada a través de resoluciones de 2020 y 2022, que consideraban que las monedad virtuales “son emitidos de manera desconocida y no tienen una aceptación generalizada en las economías; también son utilizadas para el lavado de dinero, la legitimación de ganancias ilícitas y el financiamiento de actividades ilegales”, y que “implican potenciales riesgos de generar pérdidas económicas a sus operadores y/o poseedores”.
Todos los argumentos citados fueron olvidados hace dos semanas y ahora el BCB cree que las criptos “proporcionarán a la población un mecanismo adicional que coadyuvará con el fortalecimiento de las actividades financieras, comerciales y productivas privadas de compra de servicios”, además de “satisfacer las diferentes necesidades”.
No es el primer caso en que, frente al implacable avance del tsunami de la crisis, el gobierno se ve obligado a retroceder en decisiones y medidas que antes asumía como dogmas del modelo.
Recientemente el ministro Franklin Molina reconoció que la Ley de Hidrocarburos quedó obsoleta y representa una dificultad para avanzar en una mayor exploración hidrocarburífera. La Autoridad señaló que no hay condiciones para invertir y planteó “una reforma estructural en el sector para atraer inversiones en exploración y explotación, reestructurar el marco normativo y regulatorio, y desburocratizar la aprobación de contratos”.
En otro caso, el 19 de febrero pasado, mediante un acuerdo con la CEPB, el gobierno anunció “la liberación de las exportaciones y la creación de un mecanismo expedito y ágil para que los productores nacionales puedan llevar sus productos al resto del mundo”, modificando la política de cupos iniciada en 2008.
Este mecanismo, que alcanzó principalmente a los alimentos producidos en Santa Cruz, llegó a afectar a 41 productos, de acuerdo a datos del IBCE, y fue usado como medida política, ya que cada cierto tiempo el Ejecutivo aumentaba o disminuía arbitrariamente los volúmenes de exportación autorizados a los empresarios.
En el Acuerdo del 19F el gobierno también aceptó que los grandes consumidores puedan importar de manera directa el diésel, lo que implica un retroceso al centralismo estatal, que hasta entonces otorgaba la exclusividad de la compra y comercialización de carburantes de venta masiva a las estatales ANH y YPFB.
Otro cambio importante en esta etapa ha sido la actitud del gobierno respecto al diálogo con el sector privado. En efecto, durante los dos primeros años de la gestión, no se produjeron reuniones de trabajo entre las máximas autoridades del Ejecutivo y los empresarios, limitándose los encuentros a asuntos protocolares. Esta línea de acción se modificó a partir de 2023, cuando se empezaron a llevar a cabo reuniones sobre temas específicos, muchas de las cuales han producido resultados concretos.
Es evidente que estos retrocesos, cambios y ajustes no responden a una voluntad expresa ni a la apertura providencial del gobierno a un ajuste en las políticas públicas, sino a la necesidad de enfrentar la crisis, la escasez de dólares y el problema de los carburantes. Pero, sobre todo, a la evidencia de que en la actual coyuntura y frente a las complejas perspectivas económicas, el Estado no puede planificar ninguna salida sin la participación del sector privado.
Aunque positivos y auspiciosos, estos cambios y retrocesos son insuficientes si no hay transformaciones de fondo en el modelo económico, lo que implica una verdadera reorientación en la visión del desarrollo, la menor participación estatal en la economía y la eliminación de las trabas que impiden el dinamismo de la iniciativa privada. Lo demás son medidas coyunturales, incompletas y vulnerables a las amenazas que se avecinan.
El autor es Industrial y ex Presidente de la Confederación de Empresarios Privados de Bolivia.