Cuando las personas mueren, y en especial cuando se trata de personas que fueron significativas, comienzan a abundar loas, discursos hagiográficos y obituarios acríticos sobre lo que fueran la vida y obra del fallecido. Esto normalmente sucede cuando el fallecido es una persona que predicó ideas progresistas o de izquierda. La muerte los mitifica o, por lo menos, hace olvidar por un momento parte de lo que hicieron (o no hicieron) en sus vidas. Pero es deber del buen periodismo tratar de alejarse de ese sentimentalismo discursivo que, lejos de acercar a los pueblos a la verdad, desfigura la realidad, más que lo que el mal periodismo, premeditadamente, la desfigura. No se trata de señalar con un dedo inquisidor, sino de poner en una balanza los aciertos y desaciertos de los hombres significativos.
Obituarios acríticos se sucedieron masivamente luego de que la mañana del 21 de abril, por un “ictus cerebral, coma y colapso cardiocirculatorio irreversible”, falleciera Jorge Mario Bergoglio, Sumo Pontífice y vicario de Cristo desde el 13 de marzo de 2013. Leonardo Boff, un teólogo de la liberación, dijo en julio de 2013 a la Deutsche Welle que Francisco cambiaría la Iglesia, y ahora, pasados casi doce años de esa declaración, podemos decir que ciertamente la cambió en algunos aspectos, pero los cambios no fueron, al menos no para todos, precisamente positivos.
Francisco criticó al capitalismo y la destrucción del medioambiente, lavó los pies de los migrantes y promovió el diálogo interreligioso, además de haber llevado una vida personal austera (al menos según lo que se veía de él en apariciones públicas). Tampoco se puede negar que fue más comprensivo con poblaciones históricamente relegadas, como los homosexuales o las mujeres. Sin embargo, según muchos sacerdotes y diáconos católicos, algunas de sus expresiones y acciones fueron en contra de los cimientos doctrinales y filosóficos de la Iglesia, desembocando ello en un mal liderazgo de la milenaria institución.
Pero más allá de todo ello, su crítica al capitalismo y los poderosos económicos del mundo fue inversamente proporcional respecto a su silencio sobre algunas tiranías, como la de Venezuela. Luego de las claramente amañadas elecciones del pasado julio, por ejemplo, guardó un silencio muy parecido a la connivencia con regímenes autoritarios o antidemocráticos. Por otro lado, particularmente polémicos fueron sus encuentros con líderes políticos como Fidel Castro o Evo Morales, cuando éstos ya habían cometido una larga serie de tropelías, como claras vulneraciones a la ley de sus respectivos países.
Cuando Ratzinger abdicó, una lluvia de críticas cayó sobre él. Pero su renuncia se debió a una actitud probablemente muy humana, muy razonada y, sobre todo, muy sincera: el cansancio y el agotamiento por las intrigas palaciegas y la corrupción de la Curia, como la pederastia y los asuntos del banco de la Santa Sede, hechos que hasta ahora siguen presentes y que Francisco no ha podido componer. De todas maneras, el mundo, sobre todo el de tendencias izquierdistas, llora al papa argentino. Y la Iglesia espera al nuevo vicario de Cristo y jefe del Estado católico, que se espera guie con sabiduría a la comunidad misionera en el mundo.
Balance razonado sobre un papado
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