No recuerdo cuándo, pero al menos en dos notas similares me referí al hábito casi patológico de los jueces en materia penal de —salvo que el asunto bajo su jurisdicción se trate de delitos de bagatela o de privación de libertad que no exceda los tres años— disponer la detención preventiva del imputado, en una interpretación equívoca de lo que el legislador quiso en esa materia.
Y es que, tanto en nuestra legislación como en todas en las que este instituto está contemplado, la preservación de la libertad es la regla que debe mantenerse a lo largo de todo el proceso penal, es decir, la libertad ambulatoria de todo encausado, principio que la Constitución Política del Estado que nos rige recoge en su Art. 116, al garantizar la presunción de inocencia, estatuyendo, además, que, ante la duda sobre la norma aplicable, regirá la más favorable al procesado.
Por tanto, la libertad de todo imputado en nuestro sistema penal no es una concesión “generosa” de quien está a cargo de su juzgamiento, sino de un derecho, que, por supuesto y como cualquier otro, tiene sus límites o excepciones a su aplicación, pero que no pueden estar supeditados a la subjetividad del juez, sino a los elementos objetivos que informa la investigación, fundando su decisión en la necesidad de garantizar los fines del proceso penal, que no necesariamente tiene que estar vinculado al recurso cómodo y desviado de privar de libertad a un individuo del que probar su culpabilidad es un hecho que probablemente nunca se producirá.
Por eso, la detención preventiva puede catalogarse como la medida más gravosa, puesto que se la impone ante la incertidumbre de una futura sentencia condenatoria ejecutoriada, que, de no darse, constituiría un daño irreparable, que en nuestros estrados judiciales se presenta a diario en casos anónimos o de personas de a pie y nadie se entera.
Sin embargo, todos conocen los casos bullados originados en el odio al que piensa distinto, lo cual deviene una instrumentalización de la justicia por parte del poder político y a su antojo. El caso del Hotel Las Américas es uno de ellos, pues, contra norma y prudencia, se ha tenido en detención a personas hasta por diez años, sin que no solo el Estado se haya pronunciado por una condena, sino además sin que nunca se dictara sentencia en ningún sentido. (Y no la habrá con seguridad.)
Por otro lado, el peligro de fuga o la obstaculización del proceso, debidamente acreditados por el Ministerio Público y/o por el acusador particular, constituyen la excepción a la regla. Luego, el juez de la causa, ante la evidencia incontrastable de la concurrencia de estos presupuestos, no solo tiene la potestad, sino la obligación jurisdiccional de imponer la detención preventiva que, reiteramos, es medida de última ratio para administrar justicia bajo el riguroso principio del debido proceso, y que es lo que correspondería a uno de los presidentes más dañinos que tuvo este país: Evo Morales, quien, ante la emisión de un mandamiento de aprehensión, no se ha limitado a una conducta de tácita renuencia a comparecer ante la justicia, pues fue más allá al declarar que sería un tonto si hiciera caso al llamado de la ley. Por ello no hay, en este caso, lugar a la más mínima duda de que, si algún día Evo Morales y otros allegados suyos, que también han merecido un mandamiento de iguales características por conductas rebeldes a la ley y de franco peligro de fuga (si es que todavía no fugaron), fueran aprehendidos, lo que en sus casos sí correspondería es su detención preventiva.
El caso de estas contumacias y abiertos desafíos a la acción de la justicia, que además contraría lo que hipócritamente predicaba el autócrata durante casi 14 años, en sentido de que el que evade la acción de la justicia es un delincuente confeso, sí se encuadraría en derecho, de manera que ese patético sofisma con que el tratadista Ferrajoli ha calificado al fingido intento de medida meramente procesal a la detención preventiva, en el caso de Evo Morales y los dos o tres innombrables perseguidos por la justicia no sería aplicable y más bien sus detenciones sí constituirían medidas de seguridad para evitar la persistencia en la comisión de delitos que les fueron atribuidos y por la necesidad de proteger a la sociedad del peligro que ellos representan.
Augusto Vera Riveros es jurista y escritor.