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[Heberto Arduz]

Carlos Medinaceli y la poesía


El escritor Carlos Medinaceli Quintana, según se sabe conforme a fuentes confiables, en su juventud escribió cuarenta poesías y, en algún momento, alguien le habría criticado esta su inclinación inicial de joven dedicado a publicar poemas, extremo que le disgustó sobre manera. Y ¡vaya! desde entonces (1921) dejó olvidada voluntariamente a su musa, como cuando se olvida una prenda de vestir o una vieja guitarra, y se dedicó por completo a cultivar el ensayo y la crítica literaria, aparte de escribir su novela La Chaskañawi.

En el prólogo de Páginas de vida (1955), Armando Alba, notable intelectual, asegura que una de las primeras partes de la novela inicialmente titulaba Claudina, la Chascañahui (nótese la diferencia en la expresión gramatical) se publicó en la revista Vanguardia No. 7 el mes de noviembre de 1929. Por espacio de muchos años su autor revisó y corrigió la redacción hasta publicarla en 1947, a escasos dos años de su muerte, apunto hoy para cerrar el tema.

En aquella tarea de publicar trabajos acerca de la realidad nacional, además de ensayos y crítica en torno a temas culturales, libros y autores, Carlos lo hizo mucho mejor que en el género novelístico, de carácter costumbrista, que dividió a los lectores en admiradores y detractores, sin visos de poder armonizar criterios. O blanco o negro, no hay más opciones para la mente humana. Pero ciertamente, justo es reconocer, Medinaceli pervive en la memoria colectiva gracias a su popular novela.

Así pasaron dos años, 770 días, dando Medinaceli una imagen de escritor humanista con sólidos conocimientos en materia literaria y bibliográfica, hasta que en 1923, a tiempo de publicar un artículo titulado Ignacio Prudencio Bustillo y su libro, vuelve a ocuparse del asunto de la poesía. Con mucha gracia comenta que el director del periódico en el cual trabajaba le pidió que le entregara un verso suyo para la edición de gala de El Nacional; por lo que habiéndolo hecho en oficina pública y en presencia de numerosas personas le llenó de “pavor y vergüenza”. Y continúa: “Murmuré confuso, atónito y disperso: Yo le juro, le prometo, le garantizo, le certifico, le compruebo que jamás, nunca, ¡nunca! he cometido ningún verso. ¡Soy persona honrada!”.

Al margen de ello, el escritor nacional tiene otra apuntación magistral cuando refiere que el jefe administrativo de la oficina en que prestara servicios su compañero Alba -un tal Arévalo- lo encontró leyendo una obra sacrílega que llevaba por título Parnaso Brasileño. Y, lo peor, según asevera, es que lo encaró de forma brutal, siniestra y desalmada al apreciado Armandito, para decirle: “-Usted siempre leyendo versos. Los poetas no sirven para nada, deberían morirse”. Después de otras lindezas, Carlos deja sentado que “de todas maneras, aún no lo he perdonado del todo y pienso asesinarlo en el Tercer Acto del primer drama que escriba. ¡No faltaba más!”.

El lector podrá advertir por sí solo, no es preciso decirlo, las simpáticas expresiones y figuras que emplea Medinaceli sobre el particular. Mucho garbo e ironía en su modo de escribir, al igual que en varias otras ocasiones.

 
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