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[Ignacio Vera]

La espada en la palabra

La revuelta local: mayo del 68


Hubo veces en la historia en que Alemania revolucionó las ideas para que Francia las ejecutara. ¿Qué es entonces el romanticismo francés sino un eco de la voz alemana del Sturm und Drung?

The Rolling Stones, murales mal pintados y paredes con grafitis, espiras de humo de tabaco y de marihuana, el pelo desgarbado, la camisa medio abierta y la mirada perdida en el infinito, Pink Floyd, The Beatles, el cuestionamiento del ser en esta vida o la melancolía del existencialismo en su apogeo, la mente extraviada por el LSD, colores y sonidos psicodélicos, anhelo de paz e igualdad. Todas esas cosas se vieron unidas como nunca en los corazones de los jóvenes, pero mayo del 68 fue algo más que eso, aunque no mucho más.

Las calles se llenaron de personas que no se habían bañado por días y por todos los rincones se escuchaba los rumores de una muchedumbre cansada del sistema; los obreros no se quedaron atrás, pues secundaron las manifestaciones de quienes, seducidos por la idea de un mundo mejor, o casi perfecto, iniciaban lo que se pensaba iba a ser una revolución grande, mucho más grande de lo que llegó a ser.

Herbert Marcuse engloba y sintetiza este fenómeno de una manera extraordinaria en su libro One-dimentional man (El hombre unidimensional). El ser humano se está volviendo una máquina de consumo, nada que no le satisfaga su apetito lujurioso le importa; ¿el espíritu? ¿La ética a Nicómaco o la ética platónica? Esas cosas ya no valen en un mundo en el que la propaganda sin moral se ha apoderado de las conciencias, arrasando en ellas como cuando en el espíritu de un ingenuo arrasa el discurso de un político carismático. Las luchas de trabajadores son del pasado, de uno muy lejano porque ya solo se las sabe por las historias que cuentan los ancianos y que son como leyendas y por las crónicas que de vez en cuando se oye en la radio.

Mayo del 68 fue un intento por concienciar una sociedad. Sus protagonistas no son aguerridos luchadores, ni hombres de Estado, ni ideólogos o pensadores (aunque sí tuvo muchos en Alemania). Los movimientos hippie y beatnik han tomado protagonismo porque creen que pueden derribar la corrupción que malogra la conciencia colectiva. Pero la revolución es más simbólica que revolucionaria, en el gran sentido del término. Al final, todo es una manifestación cultural, una expresión de rechazo, una apuesta por un nuevo modo de ver la vida, y en cambio muy poco de propuesta realizable, más que otras cosas, de una juventud que anhela el cambio, pero que no sabe cuál exactamente. La juventud sabe que para vivir es necesario contraponerse a algo o alguien.

La opinión pública había sido ya objeto de análisis y debate en los círculos de las élites académicas prusianas, pero aún no había visto en la práctica su realización más cabal. La opinión pública, se supo entonces, tenía una fuerza tal que ningún órgano de ningún Estado hubiese sido capaz de contenerla. Charles de Gaulle lo supo mejor que ningún otro estadista.

Mayo del 68 es un hito francés, qué duda cabe, pero no un hito europeo y mucho menos global. A veces se siembra mieses y se cosecha afrechos vacíos de grano, esto ocurre cuando la ensoñación desaforada de la juventud es la que pretende capitanear una transformación política de grandes alcances, más todavía si está animada por la abstracción a la que conduce el cannabis. Mayo es relevante desde el punto de vista de la huella cultural que deja como enseñanza a las generaciones sucesivas, pero no una revolución que marcó, como marcaron muchas en la historia, la senda por la que a partir de entonces debían caminar los pueblos.

El autor es licenciad en Ciencias Políticas.

 
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