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[Floren Sanabria]

29 de enero de 1810

Murillo en el patíbulo


La revolución de La Paz nos liberó del oprobio que imponía la Corona española. La tea que dejó encendida don Pedro Domingo Murillo no se apagó. Proféticas resultaron sus palabras. El fuego de su revolución se extendió por toda América hasta alcanzar plenamente la libertad que hoy brilla como el sol en esta tierra de estirpe brava en la que nunca podrá imponerse ningún soberbio o tirano, como lo muestran nuestro pasado y nuestro presente. La insurrección del 16 de Julio de 1809 fue larga y penosa, hubo regocijo, coraje, lágrimas, sangre y traición del guardián hispano coronel Juan Pedro de Indaburo, que defeccionó.

En apretada síntesis diremos: El virrey del Perú, José Fernando de Abascal, temeroso de que la chispa revolucionaria se extendiera y prendiese en sus dominios, que era bastión del poderío español en América, alarmado y presuroso ordenó al mayor jefe militar que tenía el coloniaje, general José Manuel de Goyeneche, presidente de la Real Audiencia del Cusco, que realizara grandes aprestos bélicos al otro lado del río Desaguadero, para poner fin a la insurrección que no había logrado afianzar el levantamiento. En el altiplano estaba un poderoso ejército con 4.916 soldados de chaqueta reluciente, eran las milicias disciplinadas del rey, que manejaba el servil peruano Goyeneche, el generalísimo que juró no dejar en La Paz más tesoros que lágrimas y destruir la ciudad rebelde, no dejando en ella “piedra sobre piedra”. Era un militar realista contrario a toda acción antimonárquica. Los revolucionarios en Chacaltaya recibieron a cañonazos a Goyeneche, luego fugaron a los Yungas. Estuvieron en Irupana, Chulumani y Chicaloma baluartes de la revolución. El feroz obispo Remigio de la Santa y Ortega arremetió contra los alzados. Murillo, apresado en Zongo, fue conducido a La Paz.

Goyeneche el 25 de octubre de 1809 ingresó triunfante a la ciudad rendida a sus pies, quedó como dueño de vidas y haciendas. Pronunció sentencia el 26 de enero de 1810, condenando a Murillo y otros encausados como “reos de alta traición, infames, aleves subversores del orden público”. “En consecuencia, la condena fue a la pena de horca, a la que serán conducidos, arrastrados a la cola de una bestia de albarda, suspendidos por mano del verdugo hasta que hayan perdido la vida”. Esa misma noche, más o menos a las doce, les fue leída la sentencia de muerte por el escribano José Genaro Chávez de Peñaloza.

Llegó el fatídico día de martirio y crueldad, 29 de enero de 1810, la Plaza Mayor frente a la capilla del Loreto presentaba las horcas y un tablado con todos los preparativos necesarios para la ejecución de los rebeldes. Goyeneche, con satisfacción, sin piedad alguna, con total frialdad, sin inmutarse, presenciaría desde el balcón de su tribuna en la plaza principal la ejecución de los sentenciados. A las siete de la mañana el teniente coronel Pio Tristán ordenó rodear el cuadro de la plaza por tres líneas de soldados, dos de infantería y una de caballería, guarnecidas cada esquina por dos piezas de artillería. Piquetes de infantería y caballería recorrían la ciudad y custodiaban la manzana del Palacio Episcopal rodeada de doble guardia.

Los condenados, escoltados por la guardia realista, salieron tranquilos hacia el patíbulo. El redoblar de tambores anunció la primera ejecución. Murillo, paceño, excomulgado, vestía un burdo saco blanco de bayeta de la tierra, estaba sentado en un serón arrastrado por la cola de un asno que conducía el verdugo, un mulato llamado Andrés. Los sacerdotes de la “Buena Muerte”, Joaquín Zambrana, Manuel Pinto y otros religiosos, acompañaban a los reos. Murillo, sereno y resignado, a horas 8:30 fue el primero en salir hacia el patíbulo. Se irguió altivo, echó atrás la capucha de la misericordia, levantando el brazo en alto y en voz alta lanzó su proclama: ¡Compatriotas: Yo muero, pero la tea que dejo encendida, nadie la podrá apagar! ¡Viva la libertad! Enseguida tomando el cordel de la horca se la puso él mismo al cuello y como otorgando orden al verdugo dijo: ¡Ejecuta! El mulato Andrés tiró de la cuerda y suspendió el cuerpo que quedó balanceándose. Sus hijas amargamente lloraron.

Le siguió el nacido en Galicia, Juan Antonio Figueroa, suspendido en la horca, se arrancó la soga, entonces fue sometido a la pena del garrote y como no podía morir al instante, se le cortó la cabeza. Sufrió triple martirio. Prosiguió el colgamiento de Juan Basilio Catacora, paceño, abogado; de Buenaventura Bueno, el arequipeño, miembro de la Junta; Melchor Jiménez (El Pichitanca), nacido en Caracato, Sica Sica; Mariano Graneros (El Challatejeta), paceño, comerciante dueño de un billar y el orureño Apolinar Jaén, comerciante.

Con el suplicio del garrote (muerte lenta por asfixia en una máquina de tortura rudimentaria) fueron ejecutados Gregorio García Lanza, abogado, coroiqueño y Juan Bautista Sagárnaga, abogado, paceño. El cura de Tucumán José Antonio de Medina salvó su vida por su condición de prelado de la Iglesia. Fue enviado a Lima con grilletes de hierro en los pies y una cadena en la cintura. Después huyó a Chile y Argentina. Se consumó la sentencia final con toda la barbarie que empleaba la Madre Patria en esos tiempos heroicos. Los patriotas pasaron a la historia y posteridad con el glorioso nombre de Protomártires de la Independencia Americana.

Ref: “La Revolución de La Paz”, libro de Floren Sanabria G.

 
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