El cuento de hoy

La tragedia del ramo de flores

Pedro García Valdés


Me tendió su mano, fina y blanca, que estreché emocionado –¿Has-ta cuándo. . .?

–Hasta el domingo – concretó –

Ya sabes. . . En la Castellana.

Me dejó en prenda la esmeralda de sus ojos, la perla de su sonrisa, y desapareció.

El domingo me vestí pulcramente y encaminé mis pasos a Recoletos. La ma-ñana tenía una fragante alegría prima-veral. Yo andaba despacio, confiado, feliz. En todo lo que me rodeaba descubría una rasgo amable y simpático, que llenaba mi espíritu de optimismo.

Me había citado una mujer, y creo que todos ustedes puestos en el mismo caso, estarían tan satisfechos como yo. Sí. . . Ya sé que esto no es nada nuevo, que resulta un poco pueril venir a contar ahora. . . Lo sé. Pero es que esta simple anécdota, dos novios que se ven un domingo en la Cas-tellana, pueda ofrecer, de punto, un matiz dramático insospechado.

Subía, como digo, por el magnífico pa-seo. Y frente a uno de los kioscos de flo-res, me detuve. Un hombre cualquiera, un transeúnte vulgar, va por Recoletos, ve los kioscos floridos y pasa de largo. Yo mismo lo he hecho así en mil ocasiones. Pero un enamorado, no. Un enamorado descubre las flores y automáticamente piensa en adquirir un ramo.

Me dirigí, pues al kiosco y compré dos docenas de claveles. No puedo ocultar que, al principio, experimenté una viva sa-tisfacción. Los caballeros me miraban un poco extrañados; pero las mujeres sonrían a mi paso, muy complacidas, sin duda, de aquel delicado gesto.

–He ahí un hombre galante– oí que de-cían.

Y este juicio halagador me llenó de legíti-mo orgullo.

Subí hasta cerca del hipódromo, y des-pacio, recreándome en el efecto produci-do, retorné hasta Colón. Nueva mirada, ahora un poco más atento de los hombres. Nueva sonrisa, más acentuada, de las damas; y entonces me dí perfecta cuenta de que mi actitud les había intrigado profundamente. De la doble fila de espectadores brota-ron interrogaciones, cábalas, conjeturas:

–¿Para quién será el ramo? –Se preguntaban a media voz.

¡Para mí! –¡No, no! ¡Es para mí!

Las muchachas, desde sus asientos me miraban en silencio, con una ansie-dad dolorosa, en espera del codiciado trofeo. Y yo seguí im-pávido, indiferente a la expecta-ción que había logrado desper-tar.

De pronto, entre los autos que avanzaban por el centro del paseo, descubrí el de mi novia. Apenas tuve tiempo de verla, sentada junto a su terrible padre, a quien la luz de la mañana y la tibieza del ambiente no habían logrado dulcificar su eterno ges-to de hombre atrabiliario. El coche continuó hacia arriba, a buena marcha.

–Bien– pensé– Llegarán hasta el hipódromo, y a la vuelta. . .

Animado por esta esperanza, proseguí mi paseo. Pero mucho antes de que yo llegara al final de la Castellana, el auto bajó de nuevo y siguió hasta Colón, ya el coche estaba otra vez en el hipódromo. Comprendí que aquel juego grotesco me estaba poniendo en ridículo. Ya la gente había empezado a darse cuenta, y, entre sonrisas y comentarios burlones, todos estaba pendientes de mí.

Por fin, el auto, afortunadamente, amino-ró la marcha. Aproveché la ocasión para alzar el ramo y mostrárselo a mi novia, con el resuelto ademán del matador de toros al iniciar el brindis. Ella aceptó, sonriente, con un delicioso signo de asentimiento. Y entonces atravesé el paseo, sorteando las sillas, y salté rápido al asfalto.

El coche se deslizaba lento, y no me fue difícil alcanzar. Mi novia había sacado pre-visoramente una mano por la ventanilla. Ya faltaban tres metros. . . Dos. . . Uno. . . Todo el público de la Castellana, pues en pié, obser-vaba emocio-nado el curioso espectáculo contradictorio.

–¡Lo coge! – ¡No lo coge!

Por espacio de cinco eternos mi-nutos fuimos así, a una distancia bur-lonamente igual, que ni el auto ni yo lográbamos reducir. Mi novia asomó la cabeza por la ventanilla, y alargó con ansiedad sus manos hacia las flores. Se veía que la pobre chica, consciente de nuestro ridículo, quería jugarse el todo por el todo. Desesperadamente, gimió:

–Vamos, amigo mío. ¡Valor! Un nuevo esfuerzo. . . ¡El último!

Ya sus dedos acariciaban, trémulos, los claveles, cuando el auto aceleró su velocidad y el ramo cayó estúpidamente al suelo.

A lo largo de la Castellana se oyó un largo suspiro decepcionado. . .

 
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