Carnaval del Uruguay

Miguel Abalos


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Es común que personas que han vivido muchos años, digan que tiempos pasados fueron mejores. Yo creo que –fundamentalmente– en ese pasado éramos jóvenes, y eso hacía que miráramos la vida con más optimismo, más alegría y casi con irresponsabilidad. Por lo tanto, llego a la conclusión que todos los tiempos son lindos, y en especial los de la juventud, porque nuestros mejores recuerdos parten desde esa etapa.

Viví mis primeros Carnavales por la década del 40. Es importante señalar una vez más –aunque sea reiterativo– que el Uruguay y todos los países de la región, vivían una situación económica brillante, consecuencia total y absoluta de la guerra en Europa.

Uruguay era un país de diversión todo el año, pero cuando llegaba el Carnaval era un mes de fiesta continua. El teatro Solís y el Artigas (estaba en Andes y Colonia, esquina Sureste) dejaban sus espectáculos de teatro para convertirse en hermosas salas de baile.

En el Hotel Casino del Parque Rodó, en el Hotel Carrasco, y en cientos de clubes dispersos por todos los barrios, se bailaba con las mejores orquestas típicas del Río de la Plata. Excelentes conjuntos de Jazz, también llegaban a nuestro país para participar del Carnaval montevideano. Distinto al de Brasil, pero hermoso.

Tuvimos el privilegio de que por mu-chos años, participara en esta fiesta el famoso y brillante conjunto Los Lecuona Cuban Boys, que por aquel entonces era el mejor en su género a nivel mundial. Esta orquesta espectáculo le daba a nuestro Carnaval un toque distinto de esplendorosa factura musical. Sus colori-das rumbas, Rumba Azul, Rumba Ne-gra... Y de pronto, como si fuera un hura-cán implacable que irrumpía del trópico, explotaba la conga y era el delirio, la chispa que encendía a la juventud: “La conga de Jaruco viene asomando...”

Y luego el éxtasis, la pegadiza conga que compusieron en homenaje a nuestro país en 1942: Carnaval del Uruguay. Ya nadie se quedaba mirando, todos a bai-lar, o formar cadenas para cruzar el sa-lón sin dejar títere con cabeza. Y por unos minutos, el olvido del molesto lum-bago por parte de los más veteranos.

La alegría estallaba y contagiaba a los más tímidos, valorizada por la rica inspi-ración de Armando Oréfice –director de los Lecuona– y la excelente voz del Chi-quito Alvarado, que era uruguayo y de La Unión. Orquesta y público cantaban las estrofas de Carnaval del Uruguay: “Me voy mi negra con mi alegre conga...” Aquel público se deleitaba bailando a su compás... y el actual sigue disfrutándolo en las permanentes evocaciones que le dedican los conjuntos carnavaleros de hoy.

El prestigio del Carnaval montevidea-no en toda América, se asentó en varios pivotes fundamentales: troupes, murgas, parodistas, conjuntos lubolos, y los cor-sos en los distintos barrios, siempre con los hermosos coloridos de disfraces, pa-pelitos de colores y serpentinas.

Uno de los destaques fue sin duda el tablado, que permitía que la risa y la mú-sica alegraran la vida tranquila y monóto-na de nuestras barriadas. Según cuenta la historia, a fines del siglo XIX, en Die-ciocho de Julio y Sierra (hoy Fernández Crespo), se construyó el primero. En el correr de los años, el éxito de la iniciativa tuvo tales proyecciones que en 1930 figuraban inscriptos en la Comisión de Fiestas alrededor de 400 tablados.

En los comienzos se trataba de cons-trucciones modestas: un piso que des-cansaba sobre una docena de bidones o tanques, una baranda de madera y algu-nos chirimbolos carnavalescos que lo distinguían como tal. Pero el asunto fue tomando vuelo a medida que los años pasaban. La rivalidad de las barriadas para presentar cada vez un tablado me-jor, estimulaba a los vecinos y aquellos primeros tablones de madera se fueron transformando poco a poco en obras de alto valor artístico algunas, y otras en verdaderos aciertos de humor.

Para ese entonces la Comisión de Fiestas decidió establecer premios para incentivar la iniciativa popular. Y fue así como surgió el entusiasmo de la gente de los barrios para colaborar con dinero y trabajo, que la Prensa di-fundió y elogió.

Se cuenta que a princi-pios del siglo pasado en Garibaldi y Gral. Flores se reunió el vecindario en a-samblea y decidió levantar un tablado. Pero se presen-tó un difícil problema a resolver, porque por allí pa-saba una línea de tranvía de caballos; por lo tanto, la empresa de transporte opuso tenaz resistencia.

Los vecinos insistían, pero la empresa no cedía. En esa discusión los días iban pasando y había que construir el tablado antes del comienzo del Carnaval. De pronto, un ingenioso vecino encontró una solución salomónica: construir el tablado tendiendo un puente de vereda a vereda, para que por debajo pudiera pasar el tranvía sin dificultades y sin riesgos. Sin duda fue una idea original y que la gente bautizó con el nombre de “Puente de los Suspiros”, que se convir-tió en la atracción máxima de aquel Car-naval.

Muchos años después, en otro Carna-val famoso –porque pasó prácticamente bajo agua– en San Fructuoso y Gral. Flores, con mucho trabajo y entusiasmo, los vecinos habían levantado un her-moso tablado que era el orgullo de la zona. El mismo día del comienzo del Carnaval, un terrible temporal azotó la ciudad. Al cuarto día había provocado inundaciones y destrozos. A la mañana del quinto día, cuando cesó un poco el aguacero, la sorpresa de los vecinos no tenía límite: ¡el tablado había desapare-cido!

Se resistían a creer que lo hubieran robado, aunque comentaban que la au-dacia de los ladrones no tenía límite; pero eso de robarse un tablado, ya batía todos los récords conocidos de la delin-cuencia criolla. Pero pronto todo quedó claro. A cuatro cuadras de su construc-ción original, en San Fructuoso y San Martín, apareció el tablado con algunos deterioros, pero todavía en condiciones de ser reconstruido. Lo había arrastrado construido. Lo había arras-trado el agua. Un camión lo trajo a su esquina y un pícaro ingenioso le puso un ancla, por si la lluvia seguía.

A principios de los 40’, al llegar el Carnaval, recorría los tablados con los gurises de mi barrio, en la zona de Larrañaga y Rivera. Al que más íbamos era al que esta-ba frente al Puertito del Bu-ceo. En ese lugar había una casa de las que los veteranos de aquellos tiempos llama-ban “rancho”, que común-mente eran usadas los fines de semana y en el verano. Los dueños eran Víctor Soli-ño, Ramón Collazo, Pintín Castellanos y otros. Frente mismo a la casa, para el Car-naval, hacían construir un tablado donde ellos también actuaban.

Ese año tenían como invitado muy espe-cial al gran cómico argentino Pepe Arias, que había llegado a pasar unos días. Él también quiso participar del grupo de comediantes con el solo fin de divertirse. El número principal anunciado por el gru-po, era la imitación a Pepe Arias... que nadie podía suponer que estaba a cargo de él mismo. Cuando subió al escenario y comenzó, el público, que era mucho, escu-chaba y se reía de cómo representaba los populares monólogos tan a la perfección. Pero los comentarios eran diversos. Los más generosos aceptaban que estaba bastante bien, pero que de ahí al verdade-ro Pepe Arias, había un abismo. Y otros aceptaban que en algunos pasajes, se le parecía bastante. Aun sin que nadie reconociera en el imitador al personaje original, lo aplaudieron a rabiar.

Hoy, a tantos años de esos hechos nos preguntamos hasta qué límites de lo ab-surdo puede llegar el afán crítico de los humanos... Y en cuanto al espectador uru-guayo de toda expresión artística, siempre tuvimos fama de excesivamente exigentes y para los artistas... fuimos un público te-mible. Creo que actualmente hemos entra-do –en ese sentido y en tantos otros– en la etapa de la aceptación y la tolerancia... como si todo el año fuera Carnaval...

Canelones, Uruguay.

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