[Manfredo Kempff]

La biblioteca itinerante del exilio


No debieron ser muchos los libros que mi padre cargó desde Santa Cruz a La Paz, allá por el lejano 1946, cuando decidió salir de su casa paterna en busca de otros rumbos que lo llevaran a encontrarse con la filosofía. Contaba con 24 años, estaba casado con mi madre y ya había nacido yo. ¿Se llevaría 10 o 20 libros? No podían ser muchos más porque en el pueblo viejo muy pocos sabían siquiera de la existencia de un pensador cruceño tan brillante como Mamerto Oyola.

En la Universidad de San Andrés, donde se encontró con colegas que conocían de filosofía, empezó a nutrirse de libros. Fue adquiriendo, uno por uno, los textos más preciados. Los compró en librerías, pero sobre todo, a libreros callejeros. Rebatía entre libros de segunda y tercera mano en las casetas de madera de los mercadillos de la Montes, buscando a Kant, Hegel, Max Scheler, Bergson, Ortega, Heidegger. Encontrar a uno de esos autores era, sin duda, un logro excepcional. Pero, ¿de qué manera podía satisfacer su avidez intelectual? ¿Cómo conversar con Pescador, Prudencio, Francovich o Fernández Naranjo? ¿Él que era un joven cruceño enamorado de la especulación filosófica, que había llegado de la provincia?

Manfredo Kempff Mercado no tenía una gran biblioteca cuando salió al exilio en Brasil en 1952, aunque sí un montón de libros viejos que le servían para la cátedra. Mi madre, Justita, le llevó los pocos libros que necesitaba para dictar sus cursos en la Universidad Mariana de San Pablo y otros quedaron en La Paz. Si él compró algún libro en Brasil no lo conservó, simplemente porque en lo que fue su biblioteca no encontramos ningún texto en portugués.

Fue en Chile, a partir de 1955, donde el profesor empezó a formar algo semejante a una biblioteca. Seguro que también buscando libros de ocasión en las librerías de viejo de Santiago. Al inicio un centenar de obras las ubicó en un sitio del pequeño departamento, pero nada más. Era un estante con libros, no una biblioteca. Poco a poco las obras se fueron sumando, las compraba gastando algo de su escaso dinero. Entonces tuvo que seleccionar los temas y los autores, tuvo que ordenar lo poco que había. Adquirió volúmenes del Fondo de Cultura Económica, Emecé, Sudamericana, Revista de Occidente, Espasa-Calpe, y sobre todo de Losada. Además guardaba ejemplares de la importante revista boliviana Kollasuyo dirigida por Roberto Prudencio, entonces también exiliado en Chile con su familia y vecino nuestro. En diez años de vida en Santiago es natural que los libros se multiplicaran y que se formara una estantería especializada en filosofía.

El destierro llevó todavía al profesor a enseñar en la Universidad de Zulia, en Venezuela. Allí adquirió algunos ejemplares más en su estadía de dos años -había cierto desahogo económico- y esos libros fueron los que llegaron posteriormente a la patria. Todos estos textos, se puede decir que constituyeron una biblioteca itinerante del exilio y han sido donados, el miércoles pasado, a la Biblioteca Municipal de Santa Cruz.

Mi madre, Justita, quiso hacer la donación al poco tiempo de la muerte de su esposo, hizo 40 años el miércoles pasado. Si no se realizó fue porque no se dieron las circunstancias. Ella guardó esos libros con un celo enorme, protegiéndolos del paso de la humedad y de las sabandijas del trópico. Custodió lo que con razón consideraba muy valioso. Más allá de su valor real de estos libros, representaron para ella un legado cultural que había que cuidar. Además, mucho de eso le “pertenecía en espíritu”, como escribió amorosamente mi padre en Filosofía del Amor, su última obra.

Hubiera sido imposible hacer una donación ordenada y útil si no fuera por el esfuerzo que puso en el empeño nuestro querido amigo Enrique Fernández García. Este hombre de letras, casi religioso de la filosofía, conocedor de la obra de Manfredo Kempff -como lo es Marcelino Pérez Fernández- dedicó muchas horas de su tiempo para hacer un catálogo de alrededor de 500 libros. Lo ha hecho con la ayuda de María Claudia Salazar, que trabajó arduamente, desinteresadamente, en los estantes que estaban en mi casa materna. El recuerdo de los 40 años de su muerte no hubiera sido tan importante si no fuera por el homenaje que la directora del Museo de Historia de Santa Cruz, la erudita historiadora Paula Peña, organizó.

La biblioteca itinerante del exilio ha encontrado, por fin, su sitio definitivo, y mi madre, mis hermanos y yo, hemos quedado en paz.

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