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El Gran Incendio de Londres de 1666 o cómo el fuego acabó con una epidemia de peste interminable

La hipótesis de que el fuego del Gran Incendio tuvo su origen en el descuido de un panadero es hoy la opción más aceptada. Durante años se culpó a los católicos ingleses, como otrora se culpara a los cristianos del incendio de Roma o a otros cabezas de turco que pasaban por el lugar del crimen.


Detalle de una pintura de 1666 del Gran Incendio de Londres - Museum of London.
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El domingo 2 de septiembre de 1666, un panadero de Londres llamado Thomas Farriner olvidó apagar correctamente uno de sus hornos. Cuando el fuego se extendió por toda el local, la familia de Farriner se salvó saltando a una de las casas colindantes, no así la criada, que fue la primera víctima de un incendio que destruyó 13.200 casas, 87 iglesias pa-rroquiales, el ayuntamiento de Londres, la Cate-dral de San Pablo y, en suma, los últimos resquicios medievales aún presentes de lo que estaba por convertirse en la mayor urbe del mundo.

La hipótesis de que el fuego del Gran Incen-dio tuvo su origen en el descuido de un panadero es hoy la opción más aceptada. Durante años se culpó a los católicos ingleses, como otrora se culpara a los cristianos del incendio de Roma o a otros cabezas de turco que pasaban en el peor momento por el lugar del crimen. Un relojero francés llamado Robert “Lucky” Hubert confesó ser un enviado del Papa de Roma con la misión de incendiar Westminster. Su testimonio fue sacado a la fuerza, bajo tortura, y estaba cebado de contradicciones, lo que no evitó que fuera ahorcado a finales de ese mismo mes de septiembre en Tyburn. La guerra en curso contra Francia no jugaba a su favor...

LA INCOMPETENCIA DEL ALCALDE

En cualquier caso, la gravedad del incendio no estuvo en el origen del fuego, sino en cómo fue creciendo durante toda la noche (“si es que puedo llamarla noche porque estaba tan iluminada como un día, de un modo terrible, a diez millas a la redonda”). Desde la panadería en Pudding Lane, el fuego se extendió a través de los suburbios más pobres, y con su avance se desataron los desórdenes al correr el rumor de que agentes holandeses o franceses, en ese momento enemistados con Inglaterra, habían provocado la catástrofe. Las autoridades se vieron desbordadas en sus intentos de controlar el fuego, a la vez que frenaban los saqueos y los estallidos de violencia.

El principal método del periodo para sostener las llamas, ya aplicado en tiempos de la Antigua Roma, era realizar cortafuegos demoliendo al-gunos barrios, puesto que lanzar cubos de agua resultaba como tratar de endulzar el mar a cu-charaditas. La tardanza del alcalde mayor, Sir Thomas Bloodworth, a la hora de autorizar las demoliciones más drásticas hizo que la situación se alargara durante tres días y cada vez más barrios se vieran implicados por aquella tormenta ígnea.

Entre la leyenda y la realidad se le achaca a Bloodworh la frase: “¡Psh! Una mujer podría orinar encima”, queriendo quitar importancia al Gran Incendio, lo que le ha dejado como el villano incompetente y descuidado en esta historia. Sin duda su falta de decisión –las demoliciones iban más lentas que el fuego– agravó una situación que tenía su mayor razón de ser en la sequía extrema de ese año.

Después de un año de se-quía sin igual, el de 1665, el siguiente verano seco dejó el terreno abonado para un in-cendio de dimensiones bíblicas. Las ca-sas estaban construidas en su mayor parte con madera y paja, además de muy juntas, y prendieron como si todo estuviera preparado previamente para una enorme hoguera. La estampa era la de miles de ciudadanos arrojando sus bienes al río para salvarlos en improvisadas gabarras. Cuando el fuego fue acorralando la ciudad, una enorme masa humana huyó hacia las iglesias y refugios aún a salvo. Huían del fuego o, más bien, de la hambrienta tormenta ígnea en la que se había transformado.

Al amanecer del segundo día, el viento condujo las llamas tanto al sur del Táme-sis –que se salvó de recibir más daño por la mayor separación en esta zona–, como hacia el norte, donde estaba situado el corazón de la ciudad y lo que hoy se llamaría el casco antiguo. Las referencias bíblicas y mitológicas no faltaron entre los cronistas que describieron aquel asalto a las esencias de Londres: “Sodo-ma”, “el Último día”, “Troya adierno”…

La antigua catedral de San Pablo, cuyo origen más remoto se hundía en tiempos medievales, fue arrasada y el fuego llegó a amenazar la Corte Real de Carlos II en Whitehall. John Eve-lyn, cortesano y diarista, describió cómo “las piedras de la catedral de San Pablo volaban co-

mo granadas, mientras que el plomo derretido fluía por las calles como en un riachuelo”. Los distritos ricos, tales como la “Royal Exchange”, prendieron con el mismo entusiasmo que lo ha-bían hecho los pobres. Y lo que es peor, la desesperación fue sustituida por una “rara consternación” ante lo inevitable. A este respecto, comentó Evelyn:

“La conflagración era tan universal, y las personas tan estupefactas, desde el inicio, yo no sé si por abatimiento o por destino, ellos apenas se movieron para apagarlo, de modo que no ha-bía nada que escuchar o ver sino gritos y la-mentaciones, corriendo alrededor como criaturas distraídas sin ningún intento incluso de salvar sus bienes, como si una rara consternación estuviera encima de ellos”.

RUINAS DONDE HABÍA ANTES UNA CIUDAD

El martes los fuertes vientos del Este dieron una tregua a los bomberos, mientras que el uso de pólvora por parte de la Guarnición de Lon-dres creó cortafuegos realmente efectivos. Pero no hubo victoria, únicamente una tregua cuando la última llama se extinguió entre las ruinas. “Las personas, que ahora caminan entre las ruinas, parecen seres en un desierto lúgubre, o mejor, en una gran ciudad destruida por un enemigo cruel. A esto se le sumaba el hedor que surgía de los cuerpos de las pobres criaturas, de sus camas y de otros bienes combustibles”, dejó escrito Evelyn.

El día después al incendio resultó igual de caótico. Según cita el monumento al Gran In-

cendio de Londres, “...de los 26 barrios (afectados), finalmente quedaron destruidos 15, y otros 8 quedaron destrozados y medio quemados”. Más de 80.000 personas se habían quedado sin hogar y el Monarca inglés temió una rebelión en el corazón de la ciudad a manos de la masa de refugiados sin casa. El arquitect o Sir Christopher Wren se encargó de la reconstrucción manteniendo la distribución original de las calles, puesto que los propietarios que habían perdido sus casas así lo exigieron, pero usó ladrillos y piedra en vez de ma-dera. La nueva ciudad era más amplia y con mejores accesos, lista para convertirse en la gran urbe que sería. Las casas techadas con paja o brezo fueron prohibidas y aún continúan siéndolo en la actualidad.

Hasta esta reconstrucción, los incendios se habían venido repitiendo cada pocas décadas en una ciudad que crecía sin orden y en el que las grandes epidemias se movían como pez en el agua. Cuando se produjo el Gran Incendio, Londres aún padecía los estragos de una epidemia de peste bubónica que mató a más de una quinta parte de su población. Incluso el Rey y las máximas autoridades de la ciudad habían abandonado Londres huyendo de la epidemia que parecía no tener fin. Los últimos casos de peste coincidieron con el incendio, probablemente debido a que la población más pobre, y por tanto más vulnerable, o bien murió o bien tuvo que abandonar los suburbios en los que vivían en condiciones insalubres. La inesperada solución fue tan terrible como la propia peste.

Después de una epidemia de peste interminable y del mayor incendio de su historia, Londres quedó sumido en un estado de desmoralización. Eso sin olvidar que mantenía entonces sendas guerras con Holanda y Francia, que repercutían negativamente en la economía in-glesa. En junio de 1667, los holandeses realizaron una exitosa incursión en el río Támesis, emulando la aventura medieval del castellano Fernando Sánchez de Tovar. Los barcos holandeses bombardearon y tomaron la ciudad de Sheerness, navegaron río arriba el Támesis hasta Gravesend y siguiendo el río Medway hasta Chatham, donde quemaron tres buques y otros diez barcos de menor calado. La humillación se consumó pocas semanas después con la firma del Tratado de Breda.

No faltaron astrólogos agoreros y monárquicos ofendidos que vieron en aquella sucesión de catástrofes y calamidades el castigo celestial por la decapitación de Carlos I, un par de décadas antes. Los muertos no olvidan...

César Cervera

FUENTE: ABC.

 
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