El hijo de Bolívar

Luis Subieta Sagárnaga


El apoteósico ascenso de los libertadores de América del Sur a la cima del más famoso de los cerros, el Gran Potosí, plantando allí el estandarte de la libertad el 26 de octubre de 1825.

El 2 de octubre de 1895 contrajo matrimonio en Caiza (provincia Linares del departamento de Potosí), el señor José Costas, quien en aquel acto declaró ser hijo del Libertador Simón Bolívar.

Costas a la sazón contaba 69 años de edad, lo que me hace suponer que dicho matrimonio lo contrajo en artículo mortis, como que días después dio “El Tiempo” de Potosí, la noticia de que en el pueblo de Caiza había dejado de existir el señor José Costas, declarando en su último trance ser hijo de Bolívar y de doña María Joaquina Costas.

El Libertador en sus charlas con su edecán Luis Perú de Lacroix, le dijo en 1828 encontrándose en Bucaramanga:

–“El Potosí tiene para mi tres recuerdos: allí me quité el bigote, allí usé vestido de baile y allí tuve un hijo”.

Otro día, al hablar de la numerosa prole de cada uno de los miembros de su familia, dijo:

–“Que él solo no había tenido posteridad, porque su esposa murió muy temprano, y que no ha vuelto a casarse, pero que no se crea que es estéril o infecundo, porque tiene prueba de lo contrario”. (Diario de Bucaramanga, pág. 21).

Encontrándose en el Perú en 1826 y teniendo conocimiento de que en Potosí le había nacido un hijo demostró el justo deseo de conocerlo, enviando el Libertador en comisión especial a don José Miguel de Velasco para que condujera hasta la quinta de La Magdalena a doña María Joaquina Costas y su hijo. Esta comisión le valió al coronel Velasco su ascenso a General, como muy clara y rotundamente lo dice don Benito Gardaos en su obra “Aventuras curiosas de un desterrado”, publicada en Arequipa en 1840 y citada por Cornelio His-paño en su “Historia se-creta de Bolívar”, pág. 56.

El viaje de doña María Joaquina se realizó con el mayor sigilo, para que no llegara a oídos del general don Hilarión de la Quintana, esposa de tan bella e interesante dama, que a la sazón desempeñaba papel importante en el ejército de Chile. Pero el general no debió ignorar lo ocurrido, porque no volvió más a unirse con su esposa.

Tenía 21 años de edad doña María Joaquina Costas en 1825, y era de un talento y de una hermosura sobresalientes, por lo que las damas de Potosí le dieron la comisión de presidir al grupo de distinguidas señoras que, vestidas de ninfas, debían congratular a Bolívar en su ascensión al Cerro de Potosí, recibiéndolo teatralmente en un templete griego.

Allí fue donde doña María Joaquina llamó la atención del héroe pronunciando una arenga patriótica y diciéndole al oído, al colocar en su sienes una guirnalda de filigrana de oro tachonada de piedras preciosas:

–¡Cuídese! ¡Tratan de asesinarlo!

Intrigado Bolívar con aquella revelación misteriosa y flechado por los dardos de Cupido, solicitó de la hermosa dama una entrevista reservada, que la obtuvo aquella misma noche sin gran dificultad.

Allí supo que un oficial español, León Gandarias, en unión de otros realistas, trataba de asesinarlo.

Al siguiente día, sin ruido ni aparato alguno, salieron de Potosí, con buena escolta y con rumbo a la costa, Gandarias y sus compañeros.

Como fruto de aquella entrevista vino al mundo, al mediar el año 1826, un niño que fue bautizado con el nombre de José.

Su educación fue esmerada, correspondiendo a los antecedentes de su distinguida familia, poniendo doña María Joaquina toda su atención y cuidados en el provenir de su único hijo, quien se instruyó en humanidades en el Colegio Pichincha.

Según cuentan viejos vecinos de esta coronada Villa, la señora María Joaquina Costas tenía una casita, cerca al templo de San Juan de Dios donde pasaba la vida comerciando con disfraces, que a precios módicos facilitaba a los mineros y campesinos para sus festividades religiosas.

Durante el gobierno del general Belzu desempeñó doña María Joaquina la dirección de un internado de niñas en el Colegio de “Santa Rosa”, siendo sus alumnas más distinguidas las entonces señoritas Vicenta Sierra, Virginia Sotomayor, Rosalía Carpio, las hermanas Inés, Julia y Genoveva Vargas, que después llegaron a ser todas ellas notables educacionistas.

Así no es extraño que su hijo, a quien se lo conocía con el nombre de don “Pepe Costas”, haya llegado a sobresalir en la sociedad por su ilustración y talento, cultura exquisita y disposición especial para el arte. Cautivaba a la concurrencia en cualquier reunión familiar con su guitarra y melodiosa voz.

Era, Pues, el tal don Pepe en Potosí, al mediar el siglo XIX, un adorno en los salones, una joya de gran mérito en la culta sociedad y el espejo de la juventud elegante, ilustrada y culta.

La situación económica de doña María Joaquina no debió ser muy desahogada en sus últimos días, cuando, por consejo de algunas amistades, particularmente del muy distinguido y patriota historiógrafo nacional Dr. Samuel Velasco Flor, se presentó ante el gobierno solicitando un montepío en premio a los relevantes méritos e importantes servicios prestados a la causa de la independencia por su esposo el general Dn. Hilarión Quintana; pero el Consejo de Estado en su resolución de 30 de mayo de 1874, rechazó dicha solicitud, fundándose en que el benemérito general Quintana, si bien había sido héroe de la reconquista de Buenos Aires en 1807, uno de los principales promotores de la revolución del 25 de mayo de 1810, jefe distinguido del ejército de San Martín y el verdadero libertador de Chile por su oportuna y decisiva actuación en la batalla de Maipú, en cambio la República de Bolivia –su patria nativa– no le merecía servicio alguno, debiendo en consecuencia la viuda recurrir a los gobiernos de Chile y la Argentina en demanda del montepío que solicitaba.

Refiere un testigo presencial –por demás conocido en el mundo literario con el seudónimo de Brocha Gorda– que doña María Joaquina sintiendo llegada su última hora, se confesó con el cura Ulloa –de gran reputación por sus relevantes méritos de discreción y prudencia– a quien en tan supremo trance le hizo el siguiente encargo:

“Deseo y pido que no sea separado de mi cuerpo en la tumba, este relicario precioso que lleva el busto del Libertador, y que me fue ofrecido por él mismo en prenda de amor y agradecimiento por haberle salvado la vida en la noche de la solemne subida al Cerro de Potosí. Conocía yo la conjuración contra el héroe fraguada por mi tío el teniente Gandarias y no vacilé ni un momento en sacrificar mi honra a mi pasión y a mis deberes de patriota, evitando que fuera aquel grande hombre indignamente asesinado en su lecho.

Pedí luego dinero y salvoconducto para aquellos conjurados y Bolívar fue con ellos grande y generoso como en todo. Dios le haya premiado y me perdone a mí esta única falta grave de mi vida que siempre la consagré al bien de mis semejantes y al recuerdo de Bolívar, mi único amor en el mundo.

Viéndose sólo don Pepe se retiró al campo, eligiendo para su residencia el pueblo de Caiza, donde ha dejado numerosa descendencia.

Esta vida, por modesta y silenciosa que haya sido en el mundo, me ha parecido digna de la exhumación histórica por su romántico origen, por las escenas novelescas que le rodean, y sobre todo, por haber sido don Pepe Costas el único hijo del Libertador.

 
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