Parejas

El reto de amar sin invadir los propios mundos

En el amor se trata de que cada uno tenga su propio mundo, se trata de que uno invite al otro a conocerlo, pero no a invadirlo.


Hay una escena de mi vida que no voy a olvidar nunca. Tenía veintipico y estaba de novia con un chico muy inseguro en muchos sentidos. Yo no me quedaba atrás. Nos habíamos ido de vacaciones juntos. Las primeras. Escapar de las rutinas diarias del año y adentrarse a un nuevo ritmo, uno libre de las distracciones cotidianas que llenan cada espacio, nos enfrenta a un nuevo ser humano. Al menos así fue en nuestro caso.

Yo disfruto haciendo “nada”. No me aburro. Puedo sentarme por horas a mirar el paisaje; esto me dispara ideas y pensamientos que me ayudan a ver las cosas desde otras perspectivas. Haciendo “nada”, he logrado tomar las mejores decisiones de mi vida. Decisiones a las que creo que no hubiera llegado si me hubiera ocupado en llenar cada hueco con actividades distractoras.

Recuerdo que esas vacaciones no fueron la excepción. Por supuesto que hicimos muchas cosas juntos, como visitar lugares, divertirnos en el mar y salir de noche, pero yo necesitaba de mi mundo, mis momentos mirando hacia la nada y mis horas junto a mis libros.

Fue en uno de esos días que él se acercó a mi reposera y me dijo: “siempre leyendo. Prefieres tus libros antes que a mí. Te los voy a tirar al mar. Su tono no era jocoso y de pronto me sentí culpable. “Pero si estamos siempre juntos. Hacemos un montón de cosas juntos.” Y así de fácil, comenzamos a discutir. Él tenía la tendencia a iniciar peleas de la nada; y yo tenía la incapacidad de ser indiferente. “You need two to Tango” (se necesita dos para bailar tango), me solía decir un viejo amigo en referencia a que sin dos, no hay pelea. Y tenía razón.

No duramos mucho más. A él todavía le faltaba descubrir sus propias pasiones. A mí me faltaba aprender a sentirme cómoda en las mías, sin culpas.

Me faltaba entender que en el amor se trata de que cada uno tenga su propio mundo, se trata de que uno invita al otro a conocerlo, pero no a invadirlo y que después, aparte, se construye un tercer mundo; ese nuevo que surge de la pareja, que maneja su propio idioma y códigos; un nuevo mundo con sus propios paisajes, su propia magia y sus propios secretos. Un nuevo mundo con fallas y aciertos, como el propio. Uno compuesto de dos habitantes con llave de acceso.

Esta lección la aprendí hace muy poco. Fue hace muy poco que comencé a entender que no debía ceder, abandonar, ni jamás dejar de regar mi propio planeta. Tardé casi cuarenta años en comprender que aquel que entra a mi tierra para juzgarla, cuestionar mis sueños e incendiar, tal vez sin consciencia, mis siembras, no se trata de un ser interesado en mí, sino de una persona que se está olvidando de regar sus propias rosas.

La falta de mundo propio, deriva a la tendencia a boicotear los ajenos.

Nunca me había sentido demasiado atraída ni conmovida por la obra de Saint-Exupéry “El principito”. Tal vez fue porque todavía no había podido ver más allá: lo esencial es invisible a los ojos. Esa sensación cambió cuando hace un par de años, en la época de mi renacer, de mi volver a empezar, la obra se reencontró con mis manos.

“En el planeta del principito había, como en todos los planetas, hierbas buenas y hierbas malas”, dice en sus páginas. “Lo importante es que él es habitante de su propio mundo”, me acuerdo que pensé al releer el libro. Las hierbas malas son inevitables, la clave es entender que uno puede dedicarse un tiempo a extirpar esos demonios interiores para darle más oxígeno a esa flor hermosa que siempre lucha por florecer.

Cuando era chica, me apenaba el principito. Me daba tristeza esa imagen de él solo, parado en su pequeño mundo en el medio del Universo. Recién con los años pude comprender que eso no era soledad. Pude entender que él salía a pasear por otros planetas, los observaba y cada tanto regresaba a su propia tierra.

Y así, como cada uno debe cultivar el propio mundo, sin permitir invasiones que lo supriman, también aprendí a que uno debe dejar que ese otro, la persona con la que desea compartir la vida, haga lo mismo.

No es fácil. Los planetas ajenos son a veces tan extraños ante nuestros ojos, que muchas veces creemos que allí las cosas son raras y hasta que se manejan mal. Entonces juzgamos. Juzgamos los sueños extraños y las ideologías diversas, pero también juzgamos lo cotidiano: “así no se lavan los platos”, “así no se pela una papa”, “así no se cuenta un chiste”, “así no se corre”, “así no se escala una montaña”. Tal vez debiéramos entender que no hay verdades absolutas, que todo es relativo. Relativo al propio mundo de cada uno. Uno que debemos respetar, sin ahogar.

En las últimas semanas, sumida en mi nueva historia de amor, descubrí que el hombre con quien estoy es bastante obsesivo con la limpieza, le cuesta relajarse en las mañanas libres, se desvive por sus hijas, le gusta hacer lámparas de Vitraux y pescar, descubrí que lo enloquecen la mecánica y los autos, así como abrir los artefactos y ver lo que tienen adentro. Que le gusta escuchar Alphablondie y Sabina, ver series como Homeland en Netflix y dar abrazos y decirle todo el tiempo a sus amigos que los quiere.

También descubrí que podía irme un domingo por la noche a su casa con mi compu y releer mi post, buscar imágenes y la música acorde para el texto. Observé como él, en su mundo, me miraba de reojo y cada tanto me decía: “qué lindo verte trabajar.”

Y en ese marco, una copa de vino y, de fondo, un tema de su mundo que me regaló un día y que aprendí a amar. Uno que ahora es de los dos: Su mundo, mi mundo. Nuestro mundo.

Ustedes, ¿se esmeran en cultivar el propio mundo? ¿Son respetuosos a la hora de no invadir el ajeno?

Karina Dunn

 
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