Séptima parte

Recuerdos del valle

Yuri Mirko Ríos Madariaga


La Iglesia de Tiraque. Enfrente, el árbol que “hacía de sombrilla”.
 GALERÍA(2)

Retorné después de ocho meses de “inactividad” a nuestro querido suplemento “Nuevos Horizontes”. Tuve algunos percances, por supuesto superables. Cambié de lugar de trabajo (todo cambio es bienvenido) y a la par empecé un postgrado que terminará el próximo año. Gracias a Dios, esta gestión tuve el privilegio de pisar tierra valluna cuatro veces más. Hoy forman parte de este anecdotario.

Un buen día junto a mi mamá decidimos conocer Tiraque, la capital de la provincia del mismo nombre. Está ubicada en un lindo vallecito de clima un poco frío, diferente al de otras localidades como Tarata o Punata. Arribamos a la población luego de dejar en la lejanía a La Angostura y San Benito. Ascendimos por el camino antiguo a Santa Cruz y viramos a la izquierda. La plaza principal nos esperaba con lo mejor de sí. Los infaltables negocios (pensiones, internets, etc.) estaban allí, pero resaltaban la Iglesia y los diversos monumentos coloniales. Caminamos por los alrededores. Hallamos una banqueta cómoda enfrente de la Iglesia. Permanecimos sentados largo rato. Respira-mos aire puro como pocas veces. Nuestros oídos se deleitaban con los cantos de unas avecillas posadas en lo alto de un árbol añejo que hacía de sombrilla.

La gente pasaba y repasaba casi sin percatarse de nuestra presencia. Cholitas, caballeros y escolares iban y venían. Cuando nuestras tripas empezaban a tronar propuse: “volvamos a “Cocha”, pero por Colomi”, “¿por Colomi?”, me preguntó sorprendida, “sí, por el camino nuevo a Santa Cruz. Ya averigüé, dicen que hoy no hay trufis a Colomi, pero hay particulares que nos pueden llevar por un poco más de dinero”, le expliqué. Hice el contrato en un dos por tres. “Ahorita vuelvo con mi auto”, me dijo un conductor. ¡Qué sorpresa! era un minibús grande y para los dos solitos (qué cómodo viajecito que tendríamos).

Salimos de la zona urbanizada con el sol poniente. Al entrar en la carretera ¡otra sorpresa! estaba asfaltada y de “cuchu a cu-chu”. El trayecto fue interesante (siempre hay algo por descubrir). Había ovejitas, sembradíos, chocitas, sectores con eucaliptos, mas la paja brava abundaba en las colinas. Después de más o menos media hora de viaje llegamos a Colomi. “Servidos, al frente está la parada de trufis que salen a Cochabamba”, nos indicó el chofer. Bajamos e inmediatamente divisamos un mercado enorme, modernísimo, pero como de costumbre vacío, las pocas “caseritas” preferían vender “afuerita” nomás (dicen que el Evo lo inauguró en 2014 para los productores de papa).

Di un paseo vertiginoso. Compré pasan-kallas y mandarinas en una vía aledaña. Poco antes de marcharnos me perturbó la escena de un cachorrito escuálido. Con su mirar lloroso imploraba unos mendrugos de alimento a los escasos comensales de un puesto callejero. “Dale estos pancitos”, ex-clamó mi mamá, quién también es amante de los animales. Por poco cargué al pequeñín (de no ser por mis numerosas mascotas). Le deseé mucha suerte (aunque en el fondo sabía que tenía escasas probabilidades de sobrevivir). Partimos pensativos. Era el resultado de una sociedad indolora, irresponsable, sin amor por la vida.

El Pueblito en la zona de Tupuraya ¡qué fantástico lugar es! “Un pueblito en la ciudad”, como titula el libro de un destacado periodista cochabambino. Una llamada de confirmación fue suficiente para asistir a una Jornada Internacional organizada en la “Capital Gastronómica de Bolivia”. El Centro de Convenciones, El Portal ubicado en la Jaimes Freyre (a unos pasos del parque Lincoln en Cala Cala), se vistió de gala con las magistrales exposiciones. Horas y horas de conocimientos nuevos y a veces no tan nuevos, reforzaron y refrescaron los existentes. Bocaditos, limonada y gaseosas de to-dos los colores fueron infaltables en el intervalo. Finalizado el evento, con material y certificado en mano, transité por la América Este, por un momento sin rumbo definido. Luego retomé la brújula, buscaba un restaurante con alguna exquisitez de mi agrado.

El sol resplandecía como nunca, mas el ambiente estaba tibio. Crucé la Libertador Simón Bolívar, a dos cuadras apareció Doña Pola y sus chicharrones, al lado un afamado negocio de pollos. Seguí y como buen caminante que soy, dejé atrás a la Santa Cruz, la Potosí y la Melchor Urquidi. Pollos, cafés y pizzas en la marcha. ¿Papapica? ¿pampa-ku? no, no se me antojan. Llegué a la plaza Tarija, giré a la derecha (General Galindo). Al borde del “naufragio” surgió una sorpresa muy grata e inesperada: di con el Pueblito. Ingresé por la Mariano Melgarejo (en homenaje al expresidente). Esta pintoresca callecita junto al resto (que no son muchas) lucen tintes coloniales.

Las tejas, las fachadas de las casas, además de los faroles, son simplemente admirables. Para rematar, un parque decorado con vegetación nativa y un quiosquito central, sobresale en el lugar. Un auténtico pa-trimonio cultural que enorgullece a propios y fascina a extraños. Enfrente se distinguía imponente el cerro San Pedro, donde está el Cristo de la Concordia. Me fui contento de visitarlo una vez más. Salí por la Uyuni… ¡Ah! en el Pueblito degusté un delicioso silpanchito.

 
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