La trágica historia de amor de

Abelardo y Eloisa

“…Dudo que alguien pueda leer o escuchar tu historia sin que las lágrimas afloren a sus ojos. . .” de la carta escrita por Eloisa a Abelardo.


“…Los libros permanecían abiertos, pero el amor más que la lectura era el tema de nuestros diálogos, intercambiábamos más besos que ideas sabias. Mis manos se dirigían con más frecuencia a sus senos que a los libros…”. En una epístola de Abelardo.

Entre los grandes amantes que la historia registra está la de Eloisa y Abelardo, cuya dramática relación amorosa ha quedado como ejemplo de la expresión más apasionado del amor, la pareja vivió en el medioevo, en tiempos en que ni siquiera se había inventado la palabra “romanticismo”, y sin embargo, la relación que tuvieron fue intensamente romántica, ardiente y consecuente hasta la muerte.

En nuestros tiempos también se producen ejemplos de verdadero y profundo amor, llevando la pasión hasta sus más desesperados límites. Hay amantes que, ante barreras infranqueables que las circunstancias imponen a su amor, cumplen terribles “pactos suicidas”; y hay quienes matan enloquecidos por el amor, así como hay otras parejas que logran superar todos los obstáculos en su empeño de alcanzar la felicidad.

Y una de las historias de amor con un final determinado por las circunstancias es el de Abelardo y Eloisa, con aspectos de incomprensión y crueldad difícil superables. La historia se desarrolló en París cuando la ciudad se estaba erigiendo como la capital del pensamiento, en sus calles y sitios de reunión bullían la efervescencia intelectual.

Hacia el año 1079, en Palais, Alta Bretaña, una aldea próxima a Nantes, nace Pedro Abelardo, hijo de una familia de la baja nobleza. Berengario, su padre, era una persona culta que supo hacerse car-go de la educación de su hijo y sus her-manos.

Siendo muy joven, Abelardo es destinado a seguir la carrera militar, que lue-go abandona por su pasión por el estudio. El joven estudiante cultiva todos los saberes de su tiempo, incluyendo la música y el canto. Y fue por esta causa que renunció tanto a su herencia como a su primogenitura. A los 20 años de edad Abelardo marcha a París para profundizar sus estudios, a partir de los 22, des-taca como el más brillante maestro de Gramática y la Lógica, la Dialéctica y la Filosofía.

Establece una escuela en la colina de Santa Genoveva y a la misma atrae a una gran multitud de alumnos de los que se hace merecedor de profundo respeto. Años mas tarde, sus obras De trinitate y su Introducción a la teología, despertarían grandes polémicas y serían conde-nadas por la Iglesia Romana.

Posteriormente, Abelardo se hace dis-cípulo de Anselmo de Laón para apren-der Teología, luego comienza a debatir con su maestro, al que vence después en una discusión pública gracias a su habilidad retórica, quedándose así con todos sus discípulos. A los 35 años Abe-lardo es considerado como el mejor maestro de París y la historia de sus amores comienza cuando Fulberto, ca- nónigo de París y tío de Eloisa, le pide a Abelardo que le dé lecciones privadas a su sobrina, jovencita de excepcional be-lleza de 18 años de edad.

De acuerdo con la época, Fulberto de-lega toda la autoridad sobre ella, permi-tiéndole hasta la aplicación de castigos corporales. Abelardo atraído por los en-cantos de Eloisa lo seduce bajo el pre-texto de cultivar su formación filosófica: “...mis manos se dirigían con más fre-cuencia a sus senos que a sus libros...”, decía Abelardo en una epístola dirigida a uno de sus amigos. Desgraciadamente, el maestro se enamora perdidamente de Eloisa, y ella corresponde a su amor con pasión desmedida. Por entonces Abelar-do era canónigo de la catedral de París como el tío de Eloisa. Por sí estos ele-mentos previos son de poca considera-ción, conviene agregar que las enseñan-zas del joven maestro se habían exten- dido a la Teología, que él presentaba con un criterio dialéctico demasiado avanza-do para la época. Nada menos que San Bernardo se opuso a sus ideas, pues Abelardo indicaba que nada podía consi-derarse una verdad definiti-va si antes no era compro-bado por la razón.

Como resultado de este romance furtivo, Eloisa queda embarazada y ante el temor de ser cuestionado por el entorno familiar la pareja huye a Bretaña, a la casa de la hermana de Abelardo, donde nace As-trolabio, nombre dado al niño porque Eloisa asegu-raba que la concepción se había producido la tarde en que el temario de las cla-ses señalaba el estudio del astrolabio, en recuerdo, si el hijo fuese varón llama-rían con este nombre.

Cuando el tío de Eloisa llega a enterarse de las an-danzas de su sobrina, casi enloquece por la insospe-chada situación y conmina al padre para reparar por medio del matrimonio la fal-ta cometida.

Abelardo accede de bue-na gana a la proposición de Fulberto; pero, para estu-por general, Eloísa, con di-ferentes argumentos, se opone de manera radical a la boda, prefie-re ser amante que esposa. Tras un tenaz asedio, al final cede de su postura inicial con la condición de mantenerlo en secreto. Con esta reserva el matrimonio se celebra en París. El airado tío, tras esta primera victoria en la lucha por restaurar el honor perdido, presiona para dar publicidad al vínculo y de esta manera normalizar la situación a los ojos de la sociedad.

De nuevo se opone Eloísa, quien llega a realizar un juramento formal de que jamás se hubiera casado. La actitud fomenta en-tre el tío y la sobrina, que vivía con él, una profunda desavenencia que degenera en malos tratos, llegando la situación a tal ex-tremo que Abelardo se ve obligado a bus-car refugio para su esposa en un convento de Argenteuil, cerca de París. El tío piensa que el filósofo quiere deshacerse de su sobrina y teje una terrible venganza.

Abelardo regresa a París y una aciaga noche de 1118, mientras duerme, el tío con otros cómplices penetran en el dormitorio de Abelardo, lo inmovilizan y castran al seductor de su sobrina.

No se sabe cómo pudo Pedro Abelardo salvarse de la muerte, pero el hecho es que sobrevive. Eloisa es enclaustrada en un convento y Abelardo, ingresa en el con-vento de Saint-Denis. Aunque éste, más adelante, abandona el claustro para dedi-carse nuevamente a la enseñanza y al de-bate filosófico, aumentando su fama y con ella, la cantidad de seguidores y adversa-rios. Por entonces escribe la tragedia de este gran amor.

Eloisa se entera y le empieza a escribir, cartas van y vienen, cartas llenas de pa-sión pero con señales de resignación por aquel amor irrealizable.

.….Si la tormenta actual se calma un po-co, apresúrate a escribirnos; ¡la noticia nos causará tanta alegría! Pero sea cual sea el objeto de tus cartas, siempre nos serán dulces, al menos para testimoniar que tú no nos olvidas (…)

¡Ay, Abelardo!, tan fuerte frente a los hombres y tan tierno conmigo. Nunca me he arrepentido de mi pasión, solo me an-gustia pensar que mi negativa a hacer pú-blica nuestra unión haya podido ser la cau-sa de tu desgracia A pesar de ser el más brillante dialéctico de Paris, o lo que es igual, de toda la Cristiandad, nunca enten-diste mi actitud; iba más allá de la pura conveniencia. .¡Me negaba, y me niego, a que nuestro amor fuera forzado en ningún sentido! ¡No puedo admitir que tanta pa-sión cambiase de rumbo! Tú, por el con-trario, en aras de lo que creías mi tranqui-lidad, estuviste dispuesto a renunciar a las dignidades que te correspondían por mé-ritos propios.

Tú pudiste resignarte a la cruel desgra-cia, incluso llegaste a considerarla un cas-tigo al que te habías hecho acreedor por transgredir las normas. ¡Yo, no!, ¡No he pecado! solo amo con ardor desesperado; cada día aumenta mi rebeldía contra el mundo y crece más mi angustia. ¡Nunca dejaré de amarte!. ¡Jamás perdonaré a mi tío, ni a la iglesia, ni a Dios, por la cruel mutilación que nos ha robado la felicidad!

Abelardo enferma y vaga errante de uno a otro monasterio, no pudiendo hallar la paz de la tumba, hasta que muere en la abadía de San Marcelo, en Chalons-sur-Saone, el 21 de abril de 1142. “...La gracia divina me ha purificado, al mutilarme...” dice en una de sus últimas cartas. Tenía por entonces 63 años. Eloisa, enterada de su muerte reclama su cuerpo.

Eloisa fallece en 1163, pero recién en 1808 los restos de ambos amantes son depositados juntos en un cementerio de París. Finalmente en 1817, alguien que comprendiendo el inmenso amor que unió a la desdichada pareja, dispuso que am-bos cuerpos fueran depositados en una misma tumba en el cementerio del Padre Lachaise de la misma capital. Allí hay un monumento funerario que quizá no corres-ponda con los cuerpos que yacen bajo él, pero al menos las estatuas de Abelardo y Eloisa recuerdan a los visitantes su grande y trágico amor. Abajo: el mausoleo de Abelardo y Eloisa.

 
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